3
Helio guardó el collar de perlas bajo la capa y con prisa examinó las paredes. Eran de roca sólida y pulida, imposibles de trepar; y la única ventana, por la que había caído antes, estaba a más de seis metros del piso.
—Parece una celda —dijo pensando en voz alta y lanzando un silbido de sorpresa.
—Lo es.
Aguamarina evitó la mirada de curiosidad de Helio para que no notara su tristeza. Nuevos golpes remecieron la puerta, lo que la hizo reponerse y ocurriéndosele una idea tomó a Helio por el brazo, arrastrándolo a la fuerza de regreso a los restos de la cama.
Helio torció los labios contrariado.
—Poki hime, ¿no es esta una situación un poco incómoda como para pensar en tales asuntos…?
—Le ruego que no diga más tonterías, señor Helio. — Aguamarina se ruborizó por culpa de las insinuaciones de ese rufián, y lo empujó encima de los restos de la cama—. ¡Y por favor guarde silencio!
No dio importancia a los quejidos del ladrón al dar contra las maderas partidas. Aguamarina tiró con fuerza de una de las mantas y lo cubrió del todo, ocultándolo. Corrió de regreso a la puerta arreglándose el cabello, de camino tomó la bata que estaba en la silla del tocador y se envolvió cuidadosamente. Sosteniendo la bata con una mano destrabó con la otra el cerrojo, pero tuvo el cuidado de dejar enganchada la cadena que aseguraba la puerta a la pared.
Hematito empujó la puerta, pero la cadena, tras un chasquido, se tensó y resistió su brutal fuerza, dejando apenas una rendija por la que el hombre se asomó como si quisiera meter toda la cabeza, sin éxito.
—Señora, déjeme pasar —ordenó Hematito—, hay un peligroso…
—¡Oh, Helio, ese pérfido monstruo, ay de mí! —gritó Aguamarina con escalofriante angustia. Se cubrió el rostro con una mano mientras que con la otra insistió en afirmar la bata con recato—. Helio de Darade, ese infame y cobarde ser, ¡ha estado en mi alcoba!
La princesa lanzó otro lastimero gemido dando rienda suelta a las lágrimas. Del otro lado de la puerta se escucharon las exclamaciones de indignación y espanto del conde y la institutriz, que junto a un séquito de hombres aguardaban tras el comodoro.
—¡¿Cómo?! ¿Qué le ha hecho ese pedazo de escoria marina? —preguntó Hematito indignado—. ¿No la habrá forzado a…?
—¡No se atreva a insinuar algo tan escandaloso, señor comodoro! —lo interrumpió el conde alarmado. Jaló a Hematito para asomarse por la rendija en su lugar, apenas cabiendo su enorme nariz—. Oh, mi señora Aguamarina, estrella de mis desvelos, dígame que se encuentra bien. ¿Qué crimen imperdonable ha cometido ese vil criminal con usted?
—Na-Nada… Gracias a la Señora del Océano él no me ha hecho nada. —Aguamarina se llevó la mano a los labios, temblaba como una frágil avecilla bajo la tormenta—. Ese ser horrible ha escapado, fue espantado por la llegada del valeroso señor conde y sus hombres. Me encuentro bien.
Hematito volvió a asomar su rostro por arriba de la cabeza del conde.
—Por supuesto que no está bien —replicó impaciente—. ¿Cómo podría estarlo una delicada doncella como nuestra señora en manos de ese insaciable, pérfido, cobarde, malparido, alimaña rastrera, huevo podrido de tritón negro Helio de Darade?
—¡No use semejantes expresiones delante de una dama! —exclamó alarmada la señorita Drusa detrás de los hombres—. Yo… siento que me falta el aire. Ah, ¡oh!, señor comodoro, sosténgame en sus brazos.
—Yo la sostengo, señorita Drusa —se ofreció el conde.
—Dije el señor comodoro —insistió vivaz la señorita Drusa.
—Que la sostenga su abuela, señora —respondió Hematito—, no tengo tiempo para esto.
—Digo la verdad —explicó Aguamarina—, ese hombre no me ha tocado, estoy bien…. ¡¿Qué hace?!
La princesa dio un grito auténtico cuando Hematito empujó otra vez la puerta y la cadena rechinó, apenas resistiendo.
—Entrar, por supuesto —respondió el comodoro—, debemos cerciorarnos de que ese gusano marino no esté escondido adentro.
El rostro de Aguamarina se llenó de pavor.
—¡Oh, no, señor, no puedo permitírselo! —respondió empujando la puerta desde el interior—. Me hallo impresentable, ¡y ante tantos hombres! Señor conde, señorita Drusa, ¡piedad de mí, que estoy desnuda! Una doncella no puede ser descubierta así más que por los ojos de su futuro esposo. ¡Moriría de humillación, antes preferiría despojarme de mi propia vida!
—¡Alto, se lo ordeno, que esta es mi casa y merezco obediencia! —mandó el conde insuflado de valor por las palabras de la princesa.
Entre el conde, la señorita Drusa y la decena de hombres consiguieron detener a Hematito agarrándolo de brazos y piernas, incluso del cabello, haciéndolo retroceder.
—¡Está bien! —bramó el comodoro y agitando los brazos se libró de todos ellos.
Giró encarándolos. Los ojos furiosos como la tormenta en alta mar y la barba y cabello abultados como la melena de un león, hicieron que todos se arrepintieran de habérsele opuesto.
—Mi señor conde —llamó Aguamarina desde la ranura de la puerta, salvándolos a todos de la ira del comodoro—, usted es un hombre tan valiente y noble, esta triste doncella de trágico destino no lo merece.
—Pero ¿qué dice, mi señora? —preguntó el conde.
—¡He sido mancillada! —Aguamarina lanzó un quebranto a viva voz—. Ya no soy digna de su amor.
—¿Qué? ¡¿Cómo?! —gritó el conde que perdió el falso tono viril de su voz. La señorita Drusa se cubrió el rostro y Hematito torció el bigote.
—Un hombre de corazón pérfido y lujuria inimaginable me ha visto así, en mis prendas de dormir, casi desnuda. Estoy tan avergonzada y humillada, ya no podré casarme, he perdido mi pureza.
—Ah, era eso. —El conde suspiró aliviado, pues había imaginado algo mucho peor—. Digo, oh, sí, por supuesto, es espantoso, muy terrible —agregó con prisa tratando de no parecer despreocupado ni descortés—. No tema, mi señora, que usted sigue siendo la más digna de todas las mujeres para mí. ¡Ninguno más profanará su alcoba esta noche, se lo prometo!
—¿Sí? —dijo aliviada la princesa. Rápidamente aprovechó la oportunidad de desviar la atención de los perseguidores—. Le ruego que atrape a ese ser despreciable que no debiera ser llamado hombre. ¡Véngueme, se lo suplico, recupere mi honra, tráigame la cabeza de ese miserable rufián que no es digno de conmiseración alguna! Qué vergüenza, qué agravio, ultrajada por hombre tan ruin y pendenciero, insolente, terco, rencilloso, taimado… y no tan apuesto como lo es usted, señor conde. ¿Qué he hecho yo para recibir tal castigo?, ¿cuál ha sido mi pecado para ser yo tan desgraciada? ¿En qué he ofendido a la Señora del Océano para que así me haya abandonado?
—Mi señora, juro que su honor será vengado —dijo el conde envalentonado—. Atraparemos al criminal y mañana su cabeza adornará la mesa de nuestro banquete nupcial.
Aguamarina no pudo contener un gesto de repulsión, que trató de disimular ocultando el rostro tras las manos, fingiendo un agudo sollozo. En eso escuchó un ruido a sus espaldas, como un enfadado resoplido, y temiendo que descubrieran el engaño sollozó con más fuerza.
—Oh, mi señor conde, estoy tan agradecida de su piedad —dijo con nerviosa prisa entre sollozos—, y si todavía puedo abusar de su bondad le ruego me disculpe, pues necesito descansar de tantas angustias. Ustedes, valientes salvadores de la más sagrada castidad, se deben todavía a la imperiosa tarea de atrapar a ese ser de alma pútrida y mente tórrida, que no merece piedad alguna.
El comodoro gruñó como un animal encadenado. Alzó la ceja y se quedó mirando fijamente a Aguamarina, hasta que ella comenzó a temblar de verdad.
—Perdemos el tiempo, nuestra señora tiene toda la razón —concluyó Hematito liberando a la princesa de su opresora mirada—. ¿Señora, en qué dirección se ha marchado ese pulpo de tinta más oscura que la noche sin estrellas?
Aguamarina escuchó un gruñido a sus espaldas y volvió a sollozar tratando de cubrirlo. Entonces asomó la mano al exterior e indicó hacia la izquierda del pasillo.
—Qué extraño —respondió el comodoro—, venimos de ese lado y no hemos encontrado nada.
La princesa dejó de sollozar por un momento, asomó un ojo entre los dedos y corrigió su mano apuntando en la dirección opuesta. Redobló sus lastimeros gemidos para que nadie le hiciera más preguntas.
—Mi señora —dijo el conde—, ¿no sería más apropiado que la señorita Drusa le hiciera compañía?
—No, pero muchas gracias por su preocupación —respondió Aguamarina de manera cortante.
La señorita Drusa intentó hablar.
—Pero, mi señora, si usted…
Aguamarina cerró de golpe.
Recostó la espalda en la puerta y mientras se limpiaba las lágrimas con un gesto severo esperó hasta escuchar que el tronar de las botas alejándose desapareciera del todo. Regresó en busca de Helio, al que para su disgusto descubrió fisgoneando entre sus cosas del tocador.
—¡¿Cómo es posible que sea tan irresponsable?! —reclamó Aguamarina abrumada—. ¡Pudieron haberlo descubierto!
—Por poco me da un ataque de sorpresa —dijo Helio como si no la hubiera escuchado, examinando las pequeñas botellitas de cristal a contraluz—. ¿La princesa de Berilo protegiendo a un criminal? —Lanzó un largo silbido—. ¡Nua kina! Esta sí que no me la creerán cuando se las cuente, dirán que es otro de mis inventos y eso que jamás digo una mentira.
—¿Por qué insiste en hablarme en ese extraño idioma? ¿Me está insultando?... ¡Señor, le imploro que deje de hurgar en mis cosas y me preste atención!
—Solo estoy mirando. —Helio levantó una pequeña botella de perfume que abrió y acerco a su nariz. Torció los labios en un gesto de sorpresa y agrado—. El mundo femenino siempre me pareció muy interesante, tienen tantas cosas para perfeccionar la belleza, escondiendo lo que hay y haciendo aparecer lo que no hay, que hasta ya parece un tipo de arte. Difícil lo tendría para recordar siquiera la mitad de todo esto: polvos, pinturas, resplandores, perfumes de esencias florales…
Luego tomó el cuchillo que ella había dejado sobre el tocador admirándolo con un gesto de ironía.
—Y un bonito puñal de la milicia de Berilo —agregó—. Me parece que esto no sirve para abrir la correspondencia de tus nobles admiradores. ¿Qué pensaba hacer una delicada doncella con un arma como esta? —Jugó a blandirla moviéndola lentamente en el aire, como si enfrentara a un oponente imaginario—. No es como si esperaras cada noche a un ladrón tan apuesto como yo cayendo del cielo. Ahora que lo pienso, eso tuvo gracia, podría ser otra gran historia que contar... Como sea, ¿en realidad pensabas usarlo para defenderte? Ya noté que sabes un poco de esgrima, a lo menos lo básico. ¿Siempre portas un arma contigo? ¿Tan mal están las cosas en la corte que temes alguna conspiración en tu contra?
—No, señor, no siempre lo hago.
El ladrón se mostró sorprendido. Ella no estaba siguiendo el juego habitual.
—Haiine, eres honesta.
—Siempre lo soy, señor.
—Excepto cuando proteges a famosos criminales en tu alcoba.
—Esta ha sido mi primera vez —dijo Aguamarina siguiendo cada movimiento de Helio con atención—, y esperaría a lo menos un poco más de gratitud de su parte en lugar de burlas, señor.
Helio tocó la punta del cuchillo con los dedos y se los frotó al sentir el hiriente filo. Lo dejó sobre la mesa y recién le prestó toda su atención a Aguamarina, a la que observó de manera inquietante.
—A mí también podrías estarme mintiendo.
—Quizás lo haga.
La rápida respuesta de Aguamarina lo volvió a sorprender, dejándolo sin palabras, otra vez. Hacía mucho tiempo que Helio no se sentía tan confundido con respecto a alguien, y la culpa era de esa niña flacucha y su carácter tan interesante. Helio se irguió mirándola fijamente. Sus ojos oscuros se volvieron más profundos todavía, hasta el punto en que Aguamarina se sintió sumergida en los abismos del océano, donde las leyendas hablaban de monstruos del tamaño de una isla y el sol no llegaba jamás. La doncella tembló contra su voluntad, hizo acopio de fuerzas para resistir el temor que le estaba provocando, pero ya no podía sacarse de la cabeza el que Helio fuera en verdad un hombre muy peligroso. La habitación le pareció más fría con cada paso que Helio daba hacia ella.
—No —dijo Helio meneando la cabeza de lado a lado—, no, no, no y no. No lo haces. Eres demasiado honesta para mentirme.
La fría opresión que Aguamarina sentía en su pecho se desvaneció tan rápido como la sonrisa burlona regresó a los labios de Helio. Volviendo en sí trató de mostrarse ofendida para no revelar su confusión.
—¿Insinúa que soy ingenua?
Helio le dio la espalda y volvió a ignorarla deslizando los dedos por las tapas de las distintas botellas de cristal.
—¿Para qué era el cuchillo? —preguntó Helio, con tanta insistencia que la princesa se sintió molesta. ¿Qué tenía de importante un simple cuchillo? Pero ese hombre parecía obsesionado con el escudo de armas grabado en la base de la empuñadura.
—Me lo ha dado mi institutriz para protegerme —respondió Aguamarina—, lo hizo en la embarcación antes de que llegáramos a esta isla. ¿No es lógico hacerlo si no cuento con una escolta adecuada? Puede que no lo aparente e insista en no escucharme, pero no soy tan frágil y sé cómo defenderme, señor.
—¿Aha? —Helio se mostró intrigado—. Qué extraño, ¿y por qué ha sido eso? Hubiera creído que a lo menos una de las doce famosas armadas de Berilo estaría anclada en la bahía solo para protegerte. —Tomó un pote por la tapa sin darse cuenta y el frasco se abrió apenas lo levantó. El pote dio contra el tocador y se desparramó una pequeña nube de un polvo color nuez—. Murua —se disculpó en seguida y limpió un poco la superficie con la mano, la que luego se pasó por la capa oscura, manchándosela—. Tengo razones suficientes para dudar de tu historia, ¿o qué otra razón habría para tanto descuido con una poki… digo, con una niña de tanta importancia? Hasta parece que fuera un secreto el que la princesa del imperio de Berilo se encuentra tan al sur de la frontera en una isla de pescadores casi desconocida.
Aguamarina sintió la amargura de la verdad en las palabras en Helio. ¿Hasta un completo desconocido podía ver la humillación a la que había sido condenada sin motivo aparente?
—Yo tampoco lo sé —respondió la princesa llena de aflicción—. No me pregunte más, me es imposible entender las razones que tuvo mi padre para hacerme esto, por qué él… me odia tanto como para haberme condenado a este horroroso matrimonio y exilio.
Helio alzó una ceja, sintió irritación en el estómago y una punzada de dolor en la garganta, y muy en el fondo un poco de tristeza por el destino de esa niña. Su instinto le advirtió que algo más oscuro se ocultaba detrás de toda esa historia, pero él no debía intervenir en los asuntos locales. Recordó un viejo consejo de Cromo: «no te metas donde no te invitan». Sin embargo, la curiosidad de Helio seguía siendo uno de sus mayores problemas.
—Así que para tu protección, ¿eh? —Helio tomó otra vez el arma jugando a moverla en el aire—. Me alegro de que no lo usaras contra mí.
—No, señor Helio, después de todo nunca pensé en usarlo con ese fin. Por el contrario, yo… —Aguamarina apretó los labios. Se sintió débil, incapaz de seguir hablando.
—¿A qué te refieres? —preguntó Helio en tono autoritario, incluso enojado, que no daba lugar a reparos—. ¿Qué planeabas hacer, poki hime?
Aguamarina ya no tenía las fuerzas ni el deseo de guardarse las penurias de su corazón. Tragó con dificultad y evitó los acusadores ojos del ladrón.
—Es el último camino que me queda antes de…
—¿Antes de qué? —insistió Helio.
—Antes de llegar a ese terrible matrimonio que me espera.
—Ah, ya veo. —Helio se quedó pensativo, admirando la hoja de acero al reflejo de la luz de la lámpara—. Me imaginaba, por tus recientes palabras, que morías de felicidad por contraer nupcias… ¡No, no! ¡Ya entendí, no más bromas! —Se detuvo de inmediato al notar el dolor en los ojos de la princesa. Volvió a dejar el arma sobre el tocador—. Así que debo suponer que por tan maravillosa actuación para protegerme esperas un pago de mi parte. ¿No es esa la razón de que me hayas confiado tus pesares a mí, un desconocido y además un criminal?
—Sí, señor, es usted muy perspicaz. —Aguamarina se pasó una mano por el rostro con cansancio, luego jugueteó con sus dedos, nerviosa por lo que iba a proponerle—. Tan solo deseo pedirle un muy pequeño favor.
—¿Un favor?... ¡Ina, ina! —Helio negó con la cabeza—. Odio los favores, siempre complican las cosas, por eso me gusta pagar mis deudas al contado. —Se mesó el cabello con fuerza, pensando, y al final dejó caer los hombros en un gesto de resignación—. Está bien, me atrapaste, poki hime, estoy en deuda contigo y lo menos que puedo hacer es escuchar tu petición. —Cruzó los brazos y descansó el cuerpo en el borde del tocador—. Soy todo oídos, princesa de Berilo, ¿en qué puede servir este vil, malévolo, inmundo y horrendo estereotipo de espantoso criminal a una doncella tan honesta y delicada como tú?
Aguamarina continuó muy serena a pesar del tono burlón de Helio.
—Señor Helio de Darade, ¿es usted realmente tan buen ladrón como se rumorea?
—Lo soy.
—No me lo ha parecido.
—¿Qué es esto, un juicio que ahora debo defenderme?
—Respondí a todas sus preguntas, es lo justo que usted me corresponda de igual manera —dijo Aguamarina sin perder la calma.
—¡Ea!, dos veces atrapado por una engreída poki hime —se quejó Helio—. Jamás nadie había cuestionado mis habilidades, pero sí, lo soy, tan o más bueno de lo que dicen las historias. Le daría una demostración si tuviéramos el tiempo suficiente, aunque lamento que dada nuestra situación actual deberá conformarse con mi palabra.
Aguamarina asintió, se acercó un poco más a Helio hasta que estuvieron uno delante del otro. Helio se sintió presionado, atrapado entre ella y el mueble, y de reojo dio una rápida mirada hacia los lados como si buscara un lugar hacia dónde escapar. Detestaba que se le acercaran tanto sin su consentimiento, menos aún esa princesita tan extraña.
—Señor Helio —dijo Aguamarina—, quiero que me secuestre.
La espalda de Helio resbaló del borde del tocador, y hubiera caído de no haber apoyado los codos sobre la superficie.
—¡Estás de broma, haiine! —exclamó sorprendido.
—No, señor Helio, estoy siendo honesta: deseo que usted me secuestre.
—Pero, ¿secuestrarte? No, un momento, esto no está bien. —Helio la apartó para moverse y se paseó nervioso por la habitación, gesticulando con las manos—. Ina, ina, ina, ina, ina, ina, ina, ¡ina! ¡No! No puedes llegar y pedirme que te secuestre, ¡está mal!
—Pero usted es un ladrón —dijo Aguamarina con calma.
—Robo joyas, ¿me entiendes?, ¿ves bien mis labios cuando se mueven, me estás escuchando? Robo joyas. ¡Joyas! No secuestro jovencitas que sufren de pánico antes de la boda. Porque es eso, ¿no? En el último momento te has arrepentido de casarte y esto no es más que un berrinche. ¿Es que ahora no te gusta el novio? Bien, pues de mirarlo confieso que tampoco es mi tipo, ¿no debiste pensar en eso antes de aceptar?
—Mi padre me obligó a casarme con ese hombre —explicó Aguamarina con calma—. Yo jamás he aceptado este compromiso.
—¿Y por qué tengo yo que meterme en una pelea entre padre e hija?
—No me ha dejado otra opción, necesito escapar o me veré casada con un hombre al que no conozco, ni mucho menos deseo conocer —suplicó la princesa.
—Ese no es mi problema, poki hime. Hacerlo es complicado, muy complicado. Hubiera sido más fácil decirle «no» a tu padre antes que planear tu propio secuestro. ¿Por qué no partiste por ahí?
—¡Traté! Pero nadie puede decirle que no al emperador de Berilo, ni siquiera su hija. —Aguamarina inclinó el rostro.
—¡Y nadie anda por ahí robándose a la hija del emperador de Berilo tampoco! —Helio alzó la voz.
—Creía que alguien tan afamado como Helio de Darade no tendría miedo al imperio —espetó Aguamarina—. Quizás me he equivocado y usted no es el legendario ladrón que se cuenta.
—Deja de hacer eso —dijo Helio.
—¿A qué se refiere usted, señor? —preguntó Aguamarina fingiendo ignorancia.
—¡A eso!... No actúes conmigo, yo no soy tan idiota como los nua uke a los que acabas de engañar. No voy a caer, eres demasiado joven siquiera para intentarlo conmigo, haiine —aclaró Helio enfadado—. Lo lamento, poki hime, pero secuestrarte y ponerle un precio tan alto a mi cabeza, tanto como para estar en la mira de las famosas armadas del emperador y de la mitad de los cazarrecompensas de Alta Tierra, no es algo que se me antoja hacer… todavía. Y mucho menos por una poki hea que no comprende los riesgos de lo que está pidiendo. Además, ¿de qué me serviría una niña como tú?
—No soy una niña —aclaró Aguamarina ofendida—, ya he cumplido la mayoría de edad según las leyes imperiales.
—Oh, sí, perfecto, y eso debería tranquilizarme —ironizó Helio—. ¿Realmente no temes a que pueda hacerte algo deshonesto? ¡Ni siquiera me conoces!
—Me arriesgaré —respondió Aguamarina con seguridad.
—¡No entiendes nada! Podría venderte como una esclava, ¿eso sí te asusta?
Aguamarina se encogió de hombros, aumentando la frustración de Helio.
—O podría abandonarte en el puerto más miserable, lleno de los piratas más malditos que existen en los mares del sur y habiéndote despojado primero de todo lo poco de valor que te queda —insistió Helio.
La princesa paseó la mirada por la habitación, distraída, como si no lo estuviera escuchado en lo más mínimo.
—¡Mejor aún! ¡Te podría convertir en mi concubina! —exclamó Helio alzando la voz—. Una poki hime tan casta e ingenua sabe lo que es una concubina, ¿o no? Sí, lo sabes… Pues eso haría contigo, te convertiría en mi juguete personal para satisfacer mis deseos más escalofriantes, lujuriosos y perversos. ¿Todavía no tienes miedo?
Aguamarina lo miró fijamente a los ojos en forma acusadora. Helio se sintió incómodo de inmediato, y luego un poco culpable por lo que había dicho.
—Olvida eso último, solo bromeaba —aclaró Helio apenado. Pero apenas dio otro giro por la habitación volvió a perder la calma y alzó la voz—. ¡Estás loca!
Helio lanzó un bufido y le dio la espalda a la princesa para intentar pensar sin tener que mirarla al rostro, por alguna razón lo desconcentraba, la inmutable calma de esa chiquilla lo estaba enloqueciendo.
—Y también das miedo —agregó en un murmullo, consiguiendo calmarse. Girando la volvió a encarar—. A ver, dime una cosa, poki hime, ¿y si no hay trato entonces qué? ¿Cuál es tu plan?
—En ese caso, señor, esta noche será la última que pasaré en el mundo de los vivos —dijo Aguamarina con la resignación de un condenado a muerte.
—¡¿Me estás chantajeando?! —Helio se pasó la mano por el rostro y sintió la humedad de su propio sudor—. No soy tan buena persona, no me pruebes. Jamás me va a importar lo que hagas con tu vida o cómo piensas terminar con ella, ese es tu problema, no el mío. —Se llevó las manos a la cintura y maldijo en voz alta—. ¡Aeha, hime hea! Por eso odio a la nobleza, siempre se creen tan importantes.
—Puedo pagar todos los gastos en que incurra por mi culpa, señor Helio —explicó Aguamarina segura de sí—. Soy dueña, heredera en realidad, de la isla de Bahía Coralino. Podría otorgarle todo lo que usted desee.
—¿Pagarme?, ¿y con qué exactamente? —preguntó Helio gesticulando con exageración—. ¿Con el reino de tu padre el gran emperador? Seguramente estará gustoso de dejarte heredar tras haberte escapado del matrimonio que él dispuso para ti. ¿O es que pretendes que el secuestro sea un plan temporal, fingir ser mi víctima para luego regresar tras haberse anulado el matrimonio? Pues te aseguro, poki hime, que apenas tu padre te encuentre te mandará de regreso al conde más rápido que... que… ¡no se me ocurre ahora ninguna alegoría ingeniosa! ¡Nua kina!
—Oh, lo… lo lamento. —Aguamarina desvió la mirada—. No había pensado en esa posibilidad.
—Sí, lo hiciste. ¿Y sabes algo más, gran señora de Berilo? —Helio se acercó a ella encarándola—. A mí no me gusta que me manipulen, ¿te quedó claro?
—Comprendo. —Aguamarina, a pesar de la amenazante cercanía, relajó las manos y, para sorpresa del ladrón, dio medio paso al frente hasta que sus cuerpos casi toparon, desafiándolo con la mirada. Sus rostros quedaron tan cerca uno del otro que Helio podía ver la inmensidad del horizonte en los ojos de Aguamarina, y ella la profundidad en los ojos de él—. Entonces es verdad, el gran Helio de Darade le teme al emperador de Berilo.
—Deja ya de repetirlo, poki… princesita. —Helio se corrigió torciendo los labios. Quería que ella lo entendiera muy bien, palabra por palabra—. Yo no le tengo miedo a tu papito.
—Y yo no le temo a usted, señor «grandes palabras, pero pocas acciones» —contestó Aguamarina.
—Bien. ¡Ea, bien! ¿Dices que soy solo palabras? —Helio sonrió con malicia—. Pues no tengo miedo y te lo demostraré. Hagamos un trato entonces: te sacaré de aquí y te aseguraré un salvoconducto a una pequeña pero hermosa isla aquí en los mares del sur, ya sabes, muy lejos de las fronteras imperiales, con un poblado silencioso, protegida de los ojos de tu padre todo lo que quieras hasta que te aburras de esta tonta pelea familiar.
—¿Lo haría usted? —Los ojos de Aguamarina resplandecieron de emoción y esperanza—. ¿Por mí?
—Sí, por supuesto, pero no será gratis. —Helio sonrió con picardía.
—Pagaré lo que sea, ¡lo que sea!, tiene mi palabra, mi buen señor Helio.
—¿Ahora soy un «buen señor»? —dijo él alzando una ceja—. Como sea, pero tienes que entender que un trabajo tan importante merece un trueque adecuado.
La codicia en los ojos de Helio fue tan obvia que Aguamarina enrojeció de pudor y se cubrió el cuerpo con los brazos, sintiéndose atemorizada y más consciente que nunca de su desnudez.
—Señor… ¿có-cómo usted…? ¡¿Cómo?!... Usted no querrá insinuar que… que yo… usted y yo… ¡No!
—¿No qué? —Helio se burló con una provocadora sonrisa—. Eres demasiado ingenua, haiine hea, no conoces el mundo. ¿Es que nunca te enseñaron que no confiaras en los extraños? Esto es un negocio, y como tal tienes que ofrecerme algo que yo quiera o no habrá trato. Y no es poco lo que me pides, lo sabes, ¿no es verdad? ¿O crees que tu vida, y por sobre todo la mía, que pondré en juego, no valen lo suficiente?
La princesa palideció, pero en su rápida mente no le fue difícil imaginar todos los problemas que tendrían. El solo concebir escapar de la voluntad de su padre era algo impensado. ¿Quién en todos los mares de Alta Tierra había podido alguna vez doblarle la mano al emperador? Y Helio sería quien tendría más dificultades, pues con las armadas de Berilo persiguiéndolo ya no habría aguas en Alta Tierra seguras para él. Sabía también que su posición desventajosa le impedía ofrecerle un pago a la altura de semejante empresa. Sin embargo, nada justificaba lo que ese degenerado de Helio de Darade le estaba proponiendo. Aguamarina lo pensó, lo pensó y lo pensó. Lo pensó un poco más. De pronto tan insolente idea no le pareció tan… odiosa. Helio no era un hombre mal agraciado, de hecho, todavía era joven e ingenioso, aunque le llevaba varios años de ventaja, quizás diez o un poco menos. Aunque siendo ya un adulto era taimado y terco como un crío, lo compensaba con su malévola astucia, una vida llena de notables experiencias y, más importante aún, una oculta nobleza que le reveló al no haber intentado arrebatarle su preciosa joya por la fuerza cuando podría haberlo hecho desde el principio.
De pronto la figura de Helio se envolvió de un aire romántico a sus ojos, como los héroes de las historias que había leído en su infancia, ensalzándolo. El aroma que Helio desprendía, mezcla de la fuerte fragancia del océano con la esencia de la madera de los bosques cercanos a la costa, y algo más que le recordó al exquisito aroma del papel viejo de los libros, la hizo sentir un misterioso cosquilleo en el interior de su cuerpo.
Intentando acallar su casta conciencia se repitió que, además, eso sería un precio justo, y también un acto sublime de venganza en contra de su padre. Así ella perdería lo poco que le quedaba, su orgullo y su honor, por culpa de la prepotencia e indiferencia de un padre que la vendió como una simple moneda de cambio. A ella, la princesa imperial de Berilo, ¡su propia hija!, a la que había arrinconado como a la triste protagonista de una tragedia. Pronto su plan de acabar su tristeza con una escena de sangre y muerte poéticamente adornada evolucionó a un tipo de martirio diferente. Sería espantoso, enfermizo, pero a la vez deseado de otra manera, pues sería perdida por las manos del infame enemigo de todo el imperio, el único capaz de humillar a su padre al robarle su posesión más preciosa: ella. Porque al perderla su padre recién comprendería, y muy tarde, lo que realmente significaba para él y cuánto debió amarla y valorarla cuando pudo hacerlo.
Se mordió el labio inferior en una mezcla de miedo y ansiedad, con los nervios y la emoción picando bajo los pies, ya no con la vomitiva repulsión que sentía ante la idea de entregarse sin amor a ese monstruo del conde, sino con un miedo diferente, ese tipo de ansiedad que parecía anteceder a una enorme e inimaginable emoción. Su mente inexperta la llevó a lo único que conocía como referente, las historias de cientos de libros que idealizaban todas las experiencias de las que jamás en realidad se hablaba, dejándolo todo a su ambigua imaginación. Su mente comenzó a pintar lienzos de aventuras y situaciones que crecían y crecían en torno a la figura del legendario ladrón. Ya no le pareció tan antipático, arrogante, perverso ni indigno de su deferencia.
Se sintió halagada en aquella oscura parte de su corazón que jamás admitiría conscientemente. Lisonjeada en su vanidad femenina, y todavía algo pueril, al creerse capaz de despertar tales ansiedades en un hombre, y no cualquiera, sino en él. Así ella, solo por sus encantos, obligaría al famoso ladrón de tantas historias a declararle la guerra al invencible imperio de Berilo y a su dictatorial padre al que jamás nadie se había opuesto.
Ahí estaba ella en medio de todo, la protagonista más desamparada de cualquier historia, que con su sola desdichada existencia iba a provocar una batalla entre dos titanes que agitaría todos los mares de Alta Tierra.
Sin poder evitarlo se sonrió vencedora, con la emoción tiñendo sus mejillas, el vientre revuelto y sus manos temblando de nervios por culpa de su juventud inexperta, sin escuchar cuando la cabeza le gritaba con la voz de la razón que debía gemir de desesperación, odio y rechazo ante lo inevitable.
—Señor Helio, no puedo aceptar. —Aguamarina titubeó, con los labios temblando entre lo que deseaba padecer y lo que debía hacer y creer—. Pero… si eso es lo que usted espera de mí… me veré obligada a… quizás… pero no… aunque… sí… no… no sé… yo… no puedo… pero yo…
—Este será el trato —dijo Helio sin haber escuchado los balbuceos de Aguamarina—, me darás la esmeralda y serás libre.
Aguamarina perdió la tímida sonrisa al haber entendido lo que él deseaba.
—¡Jamás! —gritó enfurecida y decepcionada.
Giró indignada, escondiéndose, no quería que el insolente de Helio notara el intenso rubor de su rostro afiebrado. Se sintió avergonzada como una chiquilla por haber dado lugar a semejantes y tan atrevidos pensamientos, sus sienes palpitaban y sus ojos picaban. ¿Cómo pudo, aunque fuera por un momento, creer que ese hombre era digno de sus atenciones y de su interés? Ese hombre tan sucio, insolente, de mente pérfida y malvado. ¡Sí, un malvado! Era peor de lo que incluso lo había imaginado antes de conocerlo. Las historias se quedaban cortas en lo indigno que era ese hombre, indigno siquiera de estar y hablar con auténticos seres humanos. Era un monstruo, no, un animal, no, ¡un miserable demonio con la piel de un hombre!... Piel bronceada, bonitos ojos soñadores y labios…
¡Por la Señora de los Mares, lo odiaba! Tal era la rabia que sentía que todo su plan se desbarató y ahora con placer se clavaría el cuchillo en el pecho únicamente para morir desangrada antes que ser ahogada por la vergüenza que le impedía mirarlo otra vez a los ojos.
—No puedo creer que seas tan terca, poki hime —reclamó Helio, malinterpretando el silencio de la jovencita—. ¿Es que esa piedra tiene tanto valor para ti? ¿Qué fue, un regalo de tu padre?, ¿es que te la dio en lugar de ese delfín amaestrado que le pediste en tu séptimo cumpleaños como hacen todos los pomposos señores de la corte con sus hijas consentidas? ¿O ya estás en la edad donde comienzas a atesorar más el valor de las joyas que la vida de las personas? Quién lo diría, resultaste ser otra cría taimada de Berilo, y por un momento pensé que eras diferente.
El rostro de Aguamarina palideció y dejó caer los hombros, lo que no pasó desapercibido para Helio, que en su interior sintió que se le había pasado la mano al burlarse tanto de ella. Sin saber qué decir para remediarlo guardó silencio y esperó. La princesa no tardó en reaccionar, doblando los brazos y cruzándolos sobre su pecho, frotándoselos luego con las manos como si otra vez fuera consciente de la desnudez de su cuerpo, y también la de su corazón.
—Es un recuerdo de mi madre —dijo Aguamarina en un tono apagado, monótono, ya sin ánimo de discutir. Solo quería que ese hombre comprendiera el enorme valor que tenía la esmeralda para ella—. La segunda esposa de mi padre nunca fue bien recibida en la corte. Todos esperaban que al enviudar de su primera mujer mi padre escogería a una doncella dentro de la capital. Las familias más antiguas y poderosas ofrecieron a sus hijas como mercancía delante del emperador para obtener la posición privilegiada de ser la siguiente cuna de los futuros emperadores. Pero mi padre escogió en su lugar a una insignificante doncella hija de un viejo noble, señor de una pequeña isla, que vivía apartado de la política de la capital; un viejo almirante perteneciente a una etnia recientemente anexada al imperio.
—Tu madre —concluyó Helio.
Aguamarina asintió.
—Mi madre era feliz, así se la veía en los retratos que hicieron de ella antes de que yo naciera. Amaba leer, cantar y danzar. Pero yo no la conocí feliz. Después me enteré de que en la corte siempre fue ignorada y tratada como si fuera una simple concubina de mi padre y no la emperatriz. Mi madre no creció en Berilo, nunca aprendió de las intrigas de la corte y sus códigos secretos, siempre creyó que lo mejor para mi padre sería no contarle sus problemas para no atosigarlo de más trabajo, ocultándole los desaires de los que siempre fue víctima.
»Pronto la tristeza hizo presa de su corazón. Los pocos recuerdos que tengo de mi madre no son como los de los demás. Mi madre ya no leía, tampoco cantaba ni danzaba. Mi madre siempre me dio todo su amor, incluso el que debió haber tenido para mi padre me lo entregó a mí pues él… Me enteré hace poco tiempo que en esos años mi padre también se aburrió de mi madre, de esa mujer que ya no era alegre y divertida como cuando la conoció, y buscó consuelo al peso de gobernar en otros oídos, y consejos en otros labios… ¡Cómo lo odié cuando me enteré de todo! Quizás por ello, por la manera en que cambió mi trato hacia él, es que se deshizo de mí…
Aguamarina contuvo un gimoteo y se cubrió el rostro con las manos. Helio no respondió, guardó silencio esperando respetuosamente a que ella se animara a continuar con su relato.
—Si lo hubiera sabido entonces… —Aguamarina negó con la cabeza. Se pasó una mano por el rostro limpiándose las lágrimas—. Era muy pequeña cuando sucedió todo, apenas tenía cinco o seis años, pero algo podría haber hecho por ella. Mi madre enfermó, algunos dicen que de tristeza, otros que fue… envenenada por las intrigas de la corte, quizás por alguna de las nuevas concubinas de mi padre que querían ocupar de manera oficial su lugar. No lo sé, todo lo que sé me llegó por rumores de terceros y muchos años después de lo sucedido. Perdí a mi madre y con ella la falsa felicidad que tenía en palacio.
—Murua… —susurró Helio, sintiéndolo de verdad.
—Mi padre no se volvió a casar, supe después que en ese tiempo mandó a ejecutar a varias cabezas de familia de la corte por lo sucedido, lo hizo para vengar a mi madre y también como una advertencia, pues con la emperatriz muerta yo podría haber sido la siguiente amenazada. Por suerte mi hermano mayor Vanadio de Berilo, hijo de la primera esposa de mi padre, es el heredero al trono imperial, sino de seguro no estaría ahora con vida por muchas precauciones que se hubieran tomado para protegerme. Aun así, en la corte me ignoraron, igual que hicieron con mi madre.
—Tuviste suerte —dijo Helio, aunque no miraba a Aguamarina, estaba perdido en sus propios recuerdos, los que ella le había hecho revivir con su historia.
Aguamarina asintió levemente. Se pasó otra vez la mano por los ojos y continuó.
—Ahora compruebo que mi padre también me ignoró. Parecía ser distinto al resto, creía que me cuidaba y por eso me envió a vivir con mi abuelo a Bahía Coralino, la isla de mi madre. Cuando volví a la capital años después me mantuvo ocupada con toda clase de instrucciones con maestros en el palacio, también creí que era un acto de amor, una muestra de su preocupación por mí, pero ahora comprendo que en realidad todo fue una excusa para deshacerse de mí y no verme. Todos dicen que me parezco a mi madre, quién sabe, ¿sería mi rostro algo que lo hacía sentir incómodo? ¿Le hacía sentir culpa por la manera en que la traicionó una y otra vez y luego la dejó morir? Tantas clases sin descanso, tanto leer, estudiar, practicar, todo fue para verme lo menos posible durante el día. Cuando me enteré de la verdad sobre mi madre y supuse todo esto lo enfrenté… No respondió a ninguna de mis acusaciones, tampoco las negó. No volvimos a hablar más del tema, pero nuestra relación fue de mal en peor, prácticamente ya no éramos padre e hija. Yo lo amaba, realmente amaba a mi padre, pero después de eso ya no fue mi padre. Lo perdí, murió para mí, ese hombre en el trono, o con el que cenaba durante las noches, ya no era nada para mí, ni yo era algo para él. A pesar de todo siempre creía que me pediría perdón, que nos reconciliaríamos, que sería otra vez el de antes… Era mi padre, ¿no? ¿O fui tan ingenua?
—No fue tu culpa creer en tu padre —dijo Helio con tristeza—, eres demasiado joven, no tenías cómo saberlo.
—Gracias. —Aguamarina respiró profundamente—. Pero no puedo negar la verdad, señor Helio. Mi padre no me amaba, nunca me amó, todo lo hizo para alejarme de él y nunca me percaté de ello. ¡Fui una tonta!... ¿O por qué otro motivo a la primera oportunidad me entregó como un presente a un conde afuerino, sin importancia, tan lejos de las fronteras del imperio? Mi matrimonio será el más humillante de toda la corte, ni la menos importante de las hijas del imperio tendría un destino tan cruel… ¿Y me importan tanto la riqueza, el prestigio? No, no me malinterprete, eso no tiene sentido para mí, aunque tampoco espero que me crea. Sé también que es habitual en este mundo el que las doncellas no podamos escoger a nuestros consortes. Simplemente no quiero casarme con una persona que me es tan… desagradable, no así, no impuesto. Al final de todo soy solamente una malcriada hija del imperio que no posee elección sobre su propia vida, princesa o no, sigo siendo una esclava de mi destino.
—De verdad lamento escucharlo, haiine. Y no, no es una ofensa —aclaró Helio, solemne, dejando de lado su tono burlesco.
—Le creo, señor Helio. Gracias por escucharme, ha sido una larga y aburrida historia, una más de muchas iguales en este mundo. Ah, tiene suerte de haber nacido hombre —se lamentó Aguamarina con un largo suspiro, más calmada de las emociones que la habían superado—. Comprendo que todo esto no es de su responsabilidad, usted ya me lo ha planteado muy claramente. Mis asuntos, los de una niña odiosa y taimada, en nada incumben al gran Helio de Darade. Nuestras vidas son muy distintas… y lo envidio, envidio su libertad. Ahora espero que pueda entender que esta piedra vale todo para mí, incluso más que mi propia vida, ella siempre la llevaba consigo y colgaba sobre su pecho cuando me cargaba en sus brazos. Solo en su reflejo es que todavía puedo ver el rostro de mi madre, de otra manera ya la hubiera olvidado.
—Si no me la das, no habrá trato —dijo Helio, calmado y cruel.
Aguamarina guardó la compostura, cerró los ojos apretándolos con fuerza. Respiró profundamente, una, dos, hasta tres veces, consiguiendo mantener el control sobre sus sentimientos. Entonces se dirigió al ladrón con la parsimonia de una princesa imperial.
—No hay trato, señor Helio —dijo tomando una corta pausa—. Perdóneme usted por haberlo hecho perder su tiempo, pero espero considere mi súplica y respete mis deseos al no separarme por la fuerza de lo único que me queda que es realmente mío en este mundo, ya que mi voluntad y mi vida también me han sido arrebatadas. Así consideraré pagada la deuda que tiene conmigo por haberlo ayudado a ocultarse. Gracias y adiós, sé que no nos volveremos a ver. Le ruego que no cargue con peso alguno sobre su consciencia por mi funesto destino. Que le quede claro, lo libero de toda culpa si llegara a sentir alguna, sé que usted no es ni será jamás responsable de nada de lo que me suceda.
Aguamarina caminó de regreso al tocador dándole la espalda. Helio lo dudó, sus manos se abrieron y cerraron impacientes, al final las dejó cerradas, empuñadas hasta hacer crujir los nudillos. Se acercó a la entrada, deslizó la cadena destrabando la puerta y se asomó asegurándose de que no hubiera nadie fuera.
—Yo también considero mi deuda pagada, princesa de Berilo. —Helio se movió para marcharse, pero se detuvo—. Yo… no creo que tu madre hubiera deseado tu muerte. Considéralo el consejo de un desconocido.
Aguamarina se giró a mirarlo pero el ladrón ya no se encontraba ahí. Sola una vez más, vio tapiado su escape. La brisa de esperanza que por un momento entró por la ventana escapó finalmente por la puerta, deslizándose entre sus dedos como el agua. Otra vez estaba encerrada en el funesto destino al que siempre perteneció y del que jamás se podría librar. La sangre sería su única escapatoria, finalmente todo se reducía a lo mismo.
Buscó el cuchillo con dolorosa determinación, pero quedó paralizada al mirar la mesa del tocador. Aterrada se palpó el pecho y el cuello. Contuvo el aliento. Encima del tocador, entre los perfumes, estaba la esmeralda, su esmeralda, que ya no colgaba de su cuello.
¿En qué momento la había perdido? ¿Cuándo Helio se la había arrebatado? Y la joya de su madre no se encontraba sola, a su lado se hallaba también el majestuoso collar de perlas del atardecer reflejando hermosamente sus muchos e indescriptibles colores.
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