Tú me dijiste: «escribe una novela».
Y yo te dije: «será de aventuras».
CRISTALES DE ALTA TIERRA
1
Aguamarina de Berilo —segunda en la línea de sucesión al trono imperial después de su medio hermano Vanadio de Berilo, y heredera por parte de su madre de la pequeña ciudad-estado en la isla de Bahía Coralino— era infeliz.
Descansaba en una banca de piedra tan blanca como la sal e igual de brillante, de formas irregulares como si hubiera sido esculpida por obra de la naturaleza. Era el mismo material blanco e intenso, incómodo a sus ojos por el reflejo del sol, del que también estaban hechos los muros de la mansión del conde, y las murallas que rodeaban toda la extensión de los jardines como si ese lugar fuera una fortaleza, o una prisión; ambas ideas le eran igual de lastimosas. Podía escuchar el oleaje del mar y percibir su refrescante aroma, pero no podía verlo. Los muros no tenían ventanas, ni siquiera trampillas por las que asomarse. Le estaba prohibido también subir por las escaleras de la guardia para llegar hasta el adarve. Envidiaba a los soldados en lo alto de los muros, los únicos que sí podían mirar hacia el exterior en dirección del mar.
Flores rojas, amarillas, violetas y azules rodeaban la terraza en el jardín del conde. Todas le parecían muy hermosas pero ninguna podía contentarla, porque sufría la peor de las torturas al sentarse a escuchar, durante horas y horas, el murmullo del oleaje y no poder verlo. ¿Así sería el resto de su vida?, se preguntó por tercera o cuarta vez en lo que iba de la mañana.
No podía comprender tanto egoísmo y maldad, porque también le habían prohibido asomarse a los balcones de las torres más altas de la mansión, quitándole la única posibilidad que tenía de ver el mar. Mucho menos se le permitía salir a dar un paseo por el pequeño pueblo costero, a pesar de que apenas lo conoció en el día que desembarcó hacía poco más de una semana.
Recordó lo bello que le había parecido dentro de las circunstancias: silencioso, de pocos habitantes y sin la opulencia arquitectónica de la capital imperial. Pero tales cosas ella nunca las contó como carencias, se sintió más encantada por la naturaleza rebosante que colgaba de lo alto del desfiladero y que continuaba en los jardines sobre los tejados de las casas de roca marina. Todas las pequeñas viviendas descendían por la pendiente como un manto blanco, dorado y verde hasta el borde de la bahía y, sin detenerse, sostenidas sobre palafitos, continuaban por encima de las aguas del mar unidas por puentes colgantes. Las casas poseían atractivas formas cónicas y esféricas como si imitaran a las conchas de las profundidades, y las paredes de sal y cristal reflejaban los colores de los arrecifes frente a la playa. Todas las casas, el día que las vio al desembarcar, estaban adornadas con coloridas cortinas y lienzos brillantes, banderas y flores para celebrarla a ella, a la importante princesa del imperio de Berilo, el día de su arribo a la bahía y al condado de Playa Blanca.
Aquello la alentó, e imaginó que quizás una boda en tales condiciones no llegaría a ser tan desastrosa. ¿Sería posible que el conde fuera un personaje desagradable cuando su condado se hallaba rodeado de tanta belleza y elegante humildad? Pero tan aturdida se encontraba por el viaje y sus preocupaciones, que no prestó atención a la agresiva fealdad de las murallas de la mansión del conde, que parecía ser una sola con la roca blanca y de resplandor salino del desfiladero, en la cúspide del cerro, por encima de todas las casas de la bahía.
Las apariencias engañaban, lamentó, porque toda esperanza de consuelo quedó destruida cuando conoció al que iba a convertirse en su futuro marido y señor. Y hablando de la desgracia, lo escuchó aparecer en el jardín, anunciado por su voz estridente y risa preocupante, impostando de manera vergonzosa el acento de la corte imperial. Justo a tiempo Aguamarina cubrió su rostro extendiendo el abanico, para que no la descubriera haciendo una mueca de repulsión.
El conde bajó los peldaños que unían la puerta de la mansión con el jardín. La pomposa figura era solo superada por el maravilloso carmín de las mejillas tintadas con colorete, acentuando su ya para nada saludable palidez. El cuello de la camisa apenas contenía su noble redondez y la chaqueta tiraba de un botón sobre el chaleco de seda oscuro, que de tanta tensión parecía pedir misericordia a gritos. Los pantalones ceñidos a las piernas, la última moda en la corte de Berilo, poca gracia prodigaban a tan excelso caballero, que ajustados a sus muslos anchos y metiéndose en la división de su notorio trasero, le provocaba a ella todavía más espanto.
Para rematar la desgracia de Aguamarina, el conde no venía solo, pues una mujer alta, delgaducha, de nariz encorvada y ojos grandes como los de un búho lo acompañaba del brazo. Era su institutriz, la señorita Drusa, a la que tampoco le guardaba mucho afecto la princesa a pesar de haber sido su única compañía durante los días que duró el viaje hasta esa isla.
—Mi amadísima princesa Aguamarina —el conde se dirigió a la doncella prodigándole al momento una pronunciada reverencia—, usted es la causante de todos mis desvelos y también el motivo de que haya descuidado mis tareas esta mañana, ya que he sido obligado por el deseo de verla y de correr a este bonito jardín donde sabía podía encontrarla.
«Como si pudiera ir a otro lugar», pensó Aguamarina irritada, porque gustosa ya se hubiera escapado. Oculta tras el abanico hizo enormes esfuerzos para que no la escucharan reírse de pura rabia. Pero poco duró su íntimo desquite, ya que la señorita Drusa, atenta a todos sus gestos como si fuera su conciencia, la regañó con la mirada y la instó, con nerviosos ademanes a espaldas del conde, para que respondiera de la manera adecuada a tan fervorosas atenciones.
Aguamarina abanicó con fuerza su rostro intentando que un poco de aire pudiera refrescarla y se llevara también la risa y la rabia, y la impotencia, y el deseo de gritar y de morirse allí mismo, antes de animarse a responder tras una prolongada aspiración.
—Agradezco sus inmerecidas muestras de afecto, mi señor conde —respondió con el educado recato de una doncella de la corte de Berilo. A lo menos debía sentirse orgullosa de sí misma y de su admirable dominio.
Estiró la mano temblorosa al no querer en realidad ofrecérsela. El conde la tomó entre sus manos con firmeza, tanta que la asustó temiendo ser lastimada, y besó sus dedos con esos labios regordetes y húmedos, pinchándola con el grasoso bigote. Aguamarina flaqueó por un momento. Ya no era risa lo que le provocaba el conde, sino miedo y asco.
El conde se irguió y con gran confianza se dejó caer a su lado en la banca. Aguamarina retrocedió asustada hasta el borde opuesto evitando cualquier contacto, y siempre con el abanico extendido cubriéndose hasta la nariz, para que no hacer evidente su rechazo.
—Me es imperioso visitarla a cada momento. Siendo usted mi prometida y yo su prometido, creo que es lo natural el mutuo deseo que nos une y nos llama a querer más de la presencia del otro.
—Sí, sí, lo natural, por supuesto, como dice el señor conde… ¿dijo mutuo?
El aliento de ese hombre todavía olía a la comida del día anterior: ajo, cebolla, licor de maíz, especias, mariscos y un horrible hedor a tabaco. Apenas él acercó su rostro, la princesa intentó retroceder, arqueando la espalda hacia atrás al haber alcanzado el borde de la banca, y giró el rostro evitándolo en un muy mal fingido gesto de timidez. Con más rápidos y nerviosos movimientos abanicó el aire entre los dos.
—Me pierdo en su mirada, mi señora —dijo el conde y aspiró como si la princesa fuera una fragante flor, pero a ella más le pareció el gruñido de un cerdo—. Es tan hermosa como el atardecer sobre el océano, tan brillante como mil estrellas. Tan decorosa es usted que me inspira admiración a cada momento que la espío desde la ventana de mi despacho.
—Admira, por supuesto, porque mira, claro está, desde su ventana, supongo, y mirar es bueno para los ojos… —Aguamarina agitó el abanico con mucha más fuerza, intentando que el aire lo desalentara de seguir acercándose—. Es que usted, señor conde, por supuesto que es muy… muy... y es… —El conde se siguió acercando, amenazándola con su sombra—. Sí, eso digo, que es usted muy… ¡atento!
Aguamarina se levantó repentinamente y el conde cayó sobre el lado vacío de la banca. Contrariado al habérsele escapado una vez más a sus galanteos, se enderezó con rapidez e intentó ordenarse el cabello, perturbado por el rechazo y más por haber casi perdido el bisoñé.
—¿Mi señora, he dicho alguna cosa incorrecta? ¿Es que la he incomodado de alguna manera?
—No, ¡no!, por supuesto que no —Aguamarina dudó al responder, intentando no revelar la auténtica repulsión que le provocaba—. Es… Es que usted es tan…tan…
—Fogoso —susurró la señorita Drusa.
—¡Fogoso, eso!... ¡No, eso no! —Aguamarina miró a su institutriz enfadada. Tampoco quería alentar con sus palabras a ese hombre. Se aclaró la garganta y trató de nuevo—. Señor conde, me es excesivamente complicado a mí… ¿cómo decirlo?, pues… ¿tolerarlo? —Al momento notó las miradas con que ambos la observaban sin entenderla del todo bien—. ¡Oh!, excúseme usted, necesito aire. —Se rindió buscando una excusa para escapar.
—Pero estamos en el jardín —respondió el conde.
—Digo agua.
—Llamaré a los criados para que la sirvan.
—¡Necesito estar a solas! —bramó la princesa ya no tan paciente ni recatada.
El conde y la institutriz enmudecieron ante el sobresalto. Entonces la joven doncella, arrepentida por su pérdida de control, se excusó al instante, abanicándose con mayor fuerza, con la otra mano en su frente, actuando como si fuera víctima de una dolorosa debilidad.
—He tomado demasiado sol, me siento azorada y esto… Oh, esto no puedo soportarlo muy bien. Mi corazón es débil, muy frágil, sí, eso, y me lastima y… y creo que me es imperioso recogerme un momento en mis aposentos. Excúseme, se lo suplico, perdóneme usted mi mala manera de corresponder a sus atenciones.
—No, por supuesto que no tiene nada por qué disculparse, mi señora, pues no tengo nada que excusar. He sido yo el audaz que no me he podido contener ante tanta belleza que usted me regala cada día con su… —El conde se quedó con las palabras en los labios, porque la princesa Aguamarina, sin siquiera escucharlo, ya corría en dirección de la mansión, con unas energías que contradecían su supuesto estado de abatimiento—. Ah, pues, ¿ya se ha marchado?
—No tema, mi señor conde —dijo la institutriz que rápidamente disculpó a la princesa sentándose al lado del hombre—, nuestra señora Aguamarina es en extremo tímida y… eh… delicada como el pétalo de una flor —murmuró no muy segura al verla correr con tanta determinación, recogiéndose el vestido con la brusquedad de un chiquillo—. Ella no tolera muy bien las emociones intensas, como las que debe albergar en su virginal corazón por su señoría el conde. Así son las bien educadas doncellas de Berilo, jamás les es permitido demostrar en público sus auténticos sentimientos, sin contar con que el apuesto talante del señor conde y su aún más ardiente devoción, con seguridad han de haber tocado el alma de nuestra señora Aguamarina. ¿O es que no notó su gran turbación, el temblor de sus párpados al dedicarle tan lánguidas miradas, el titubear de sus palabras llenas de encendida devoción? Es usted todo un incorregible galán, señor conde.
—Lo entiendo, lo entiendo todo muy bien, señorita Drusa, están de más las disculpas, que a mi joven señora ya le he perdonado todo acto de timidez que solo la enaltece. Tan bella e inocente, tan delicada, pobrecilla ella, que la he de haber fulminado con mis encantos. ¡Oh, bendita criatura, tan maravillosa! Y pensar que pronto será mi esposa y entonces…
El conde observó a Aguamarina subir los últimos escalones antes de cruzar el umbral de las puertas de la mansión, concentrado únicamente en la manera cómo se balanceaba graciosamente el vestido bajo la ajustada cintura a la altura de las caderas, y cruzando los dedos se relamió lleno de satisfacción. Nunca soñó que él, el amo de un pequeño condado de reciente anexión al imperio, pudiera enlazarse en matrimonio nada menos que con la princesa de Berilo. ¡Y más cuando la suerte quiso que la princesa fuera en realidad una jovencita tan deliciosa! Se balanceó ligeramente apenas conteniéndose por culpa del deseo, sintiendo que la boca se le llenaba de saliva.
A ellos llegó un guardia anunciándoles una extraña visita que los pilló por sorpresa. El conde y la institutriz alzaron las miradas hacia el extremo opuesto del jardín, donde descubrieron a un hombre maduro, casi sexagenario, pero con la formidable postura recia y apabullante energía de un marinero joven. Era de piel mucho más oscura que el saludable bronceado que lucía la gente del imperio, y de barba abultada y tan desordenada como su cabello engrifado. Cubría su camisa y pantalones con un pesado abrigo color cielo, ennegrecido por el viaje y degastado por el uso, ceñido al cuerpo con un cinturón muy grueso y una correa de cuero que le cruzaba el pecho. Parecía discutir acaloradamente con los soldados del conde que le habían cortado el paso con las lanzas.
Apenas el recién llegado notó al conde, empujó a los guardias y sus armas como si fueran niños, abriéndose camino, y avanzó dando largas zancadas que hicieron rechinar el metal que reforzaba las largas botas que lo cubrían hasta las rodillas. Los soldados lo siguieron con las armas en alto, pero ninguno se atrevió a volver a interponérsele por miedo a la furiosa autoridad que quemaba en esos ojos hundidos, afilados y oscuros, rodeados de arrugas.
El conde echó atrás el cuerpo y la institutriz trató de arrimarse a él, asustados de aquel robusto recién llegado que se paró en seco ante ambos. Y para sorpresa de ellos, hizo sonar las botas al juntar los talones y se inclinó haciendo una pronunciada y muy bien ejecutada reverencia, cruzando la mano extendida sobre su pecho, como acostumbraba la marina imperial.
—Hematito de Cinnabar, comodoro de la treceava armada al servicio del emperador de Berilo —indicó.
—Señor… Hematito… ¿Hematito de Cinnabar? —preguntó el conde, inseguro, y se inclinó hacia la institutriz—. ¿Lo he dicho bien?
—Sí, señor conde, creo que lo ha hecho de manera divina. Su pronunciación es un ejemplo de la mejor oratoria de la corte de Berilo.
—Lo ha hecho bien, conde —repitió el comodoro Hematito, pero sin la actitud lisonjera de la institutriz—, ese soy yo.
El conde rápidamente se levantó intentando erguirse, teniendo que ser afirmado por la institutriz cuando en su apuro perdió el equilibrio. Luego se ajustó el cuello de la camisa y se irguió dignamente, pero entristeció al momento su figura ante la portentosa sombra de ese tal Hematito, que tenía los ojos de un fiero tiburón blanco, y de la misma manera parecía amenazarlo como si en comparación él fuera un pequeño pejerrey.
—Ah, pues, ¿y a qué debo el placer de la inesperada visita de un oficial del imperio? —consiguió hablar finalmente recobrando un poco el valor—. No se me informó que un alto representante de las armadas de Berilo se presentaría en persona. De haberlo sabido lo hubiésemos recibido como corresponde a su importancia, créamelo, señor comodoro, con un destacamento de honor para escoltarlo según las costumbres del imperio.
—Y una banda tocando música —agregó la señorita Drusa.
—Sí, por supuesto, y también una banda con los mejores músicos de Playa Blanca. Pero, si me permite preguntarle, señor comodoro, ¿he de suponer que usted viene encomendado como representante de la familia imperial para asistir a nuestra señora Aguamarina? Ya decía yo que era muy extraño y descortés el que ninguna personalidad del imperio la acompañara en un día tan importante como es su boda, después de enterarnos de que su padre el emperador no podría asistir en persona. Qué alivio me infunda el tenerlo finalmente con nosotros…
Hematito marcaba el paso del tiempo con la punta de la bota, cada vez más rápido, con las manos cruzadas tras la espalda. Pero su paciencia era tan exigua como la amabilidad de la que carecía su rostro, y no tardó en detener el pie en seco e interrumpir la perorata del conde.
—¡Muchas palabras, demasiadas palabras! ¿Boda? No me distraiga con tonterías, no vengo por ninguna boda; no, no me importa eso. Pero felicito de todas maneras a la novia.
El estrafalario comodoro hizo una reverencia a la institutriz. Esta, enrojeciendo, se disculpó agitando su propio abanico con fuerza.
—Oh, no, se equivoca usted, señor comodoro Hematito de Cinnabar (¿era así su nombre completo?), pues no soy más que la humilde institutriz de mi señora la princesa imperial Aguamarina de Berilo.
—¿No es usted entonces la princesa?
Hematito bufó impaciente, enronqueciendo la voz, balanceándose ligeramente, como un animal encerrado dando golpes contra las paredes, siendo seguido en todos sus movimientos por los guardias, que creían que miraba algo interesante a un lado y luego al otro.
—No, no, en absoluto soy yo, señor comodoro, perdóneme si le he incitado al error —respondió la institutriz con recato y humildad.
—¡Ah, gran coral! —bramó el comodoro como si se encontrara dando órdenes en su nave—. Ya me lo suponía, porque dicen que la princesa es una jovencita muy hermosa.
—Lo sé. —La institutriz se contorneó halagada, enrojeciendo sus mejillas—. Es natural que nos confundan…
—¿Confundirlas? Siento que no me expresé bien, pero no lo decía por eso —agregó rápido el comodoro, sacudiendo la barba—, pues me parece usted una mujer muy fea para ser la princesa.
—¡Ah! —exclamó la institutriz indignada—. ¡Oh, señor, qué insolente!
—Silencio, no más distracciones. —Hematito ignoró descaradamente los reclamos de la señorita Drusa dirigiéndose otra vez al conde—: Tenemos prisa, hay que prepararnos.
—¿Prepararnos? —preguntó el conde confundido—. ¿Para qué?
—¿No recibió mi carta? —Hematito giró con violencia la cabeza mirando acusadoramente a uno de los guardias; luego hacia el otro lado buscando a más víctimas de su furor, mientras todos los otros guardias se encogieron evitándolo—. ¡Es imposible!, envié dos misivas para asegurarme, pues es un asunto de extrema gravedad. ¿Qué clase de servicio postal poseen en estas incivilizadas islas del sur?, ¿es que no se les puede confiar nada importante? No se parecen en nada al rápido y confiable correo imperial. ¿Qué tipo de pueblos de pescadores son estos?... Pero es mi culpa, debí desconfiar y mandar a uno de mis hombres directamente con el mensaje.
El conde también se mostró ofendido por la forma en que el comodoro se refería a su condado, aunque no era distinto a la manera de pensar de la mayoría de los imperiales acerca de los pueblos que todavía no pertenecían, o recién se anexaban, a las fronteras de Berilo. Pero, incapaz de enfrentarlo, se limitó a forzar una fuerte tos con disgusto. Respondió entonces ya no tan amable como en un principio:
—Señor, no nos ha llegado ninguna carta.
—Pues deberían haberla recibido. ¿Es que no tienen idea de nada? Mentecatos, ¡son todos unos erizos! ¿En qué estabas pensando, Hematito? —se regañó a sí mismo ignorando al conde y su compañía.
—¿Pero qué carta, y qué quiere usted en mi ciudad? —preguntó el conde impaciente—. Hable ya, señor…
—Hematito —lo interrumpió—, Hematito de Cinnabar, comodoro de la treceava armada imperial de Berilo. ¡No olvide mi nombre! ¡No me haga perder más el tiempo con explicaciones que no van a lugar!
—No lo he olvidado, señor, pero usted no me deja…
—¡Alto! —ordenó el comodoro, y hasta el conde cerró la boca asustado de tanta autoridad.
Hematito hurgó en su cinturón, luego se metió la mano bajo el abrigo a la altura del pecho, alternando la búsqueda con gruñidos. Al final extrajo una medalla de plata con el escudo imperial, junto a la espada y el tridente, símbolos de la orden de marinos de Berilo, cruzadas a los pies del emblema.
—¿Lo ve ahora? —dijo—. Este es mi sello imperial, recibido de manos del mismísimo emperador. ¿Lo ve bien?
El comodoro balanceó la medalla delante del conde y la institutriz, tan rápido que tuvieron que mover las cabezas siguiendo el movimiento. Luego la volvió a guardar de un movimiento bajo el pesado abrigo.
—Ya no me interrumpan más con preguntas innecesarias. Necesito hombres, ¿me escuchó bien, conde? Los míos no llegarán a tiempo pues me les he adelantado ante la necesidad. Présteme dos unidades de soldados, lanceros o espadas me da igual. Y necesito que los arqueros cubran los tejados de la mansión y las torres. ¿Me está comprendiendo? No pierda el tiempo, señor conde, necesito que nos dispongamos ya a la obra. ¿Tiene una lista con el servicio de la casa?, ¿no ha contratado a nadie en las últimas dos semanas? Necesitaré interrogarlos a todos personalmente.
—¿Para qué quiere todo eso? ¿Y por qué está aquí en primer lugar pretendiendo dar órdenes a mis hombres en mi propia casa? Todavía no me lo ha dicho, señor comodoro.
—Detalles innecesarios, ya le dije que no me distrajera con estas naderías. Pero si insiste en desperdiciar peligrosamente el tiempo, no me queda más que repetir lo que ya debió haber leído en mi carta.
—Pero si no me llegó ninguna carta, comodoro, creía que eso había quedado claro —insistió el conde agotado.
—¡Ese no es mi problema, gran coral! —exclamó Hematito, tan furioso que al moverse agitaba la barba—. ¿Me deja terminar o no?... ¡No me responda!... Bien, pues nos hemos enterado de que Helio de Darade, ese despreciable ladrón azote de la paz en todo el imperio, planea ejecutar un robo en la isla del conde, más específicamente, en su mansión.
—¿Helio de Darade? —El conde sí que conocía ese infame nombre, como sucedía en cada rincón de Alta Tierra.
—¡Oh, no, por Berilo! ¿Ese funesto criminal?, ¿aquí? —La institutriz perdió el aliento y desfalleciendo cayó en los brazos del conde—. ¡Qué horror, qué espanto! —Abanicó su rostro muy rápido, arrimándose al conde para que este no soltara su cintura—. Las historias que se cuentan de sus crímenes son innumerables. Es un demonio que ha vivido más de cien años, sus habilidades sobrenaturales lo hacen capaz de convertirse en una sombra, y su perfidia y crueldad son inigualables, no perdonando jamás a ninguna de sus inocentes víctimas. ¡Ay de las pobres doncellas indefensas!, ¿no se dice que ese monstruo es capaz de encantarlas con una mirada, para luego en su lujuria perderlas? ¿Quién nos defenderá si tan vil criminal asalta nuestras alcobas por la noche y amenaza nuestra sagrada castidad?
—Pues le aseguro, señora, que su alcoba estará a salvo —afirmó Hematito.
—¿Será que usted me protegerá gallardamente, comodoro? —La institutriz se irguió, apartándose rápidamente del conde.
—¿Yo hacer qué cosa, señora? Ni que fuera un salmón tuerto nadando hacia el lado equivocado del río. Lo decía porque está claro que ese truhan no tiene tan mal gusto como para acercársele siquiera.
—¡Qué desfachatez! —gritó la señorita Drusa—. ¿Cómo se atreve a decirme eso?
—Porque es usted muy fea, ya se lo dije, señora —respondió Hematito sin pestañear—. ¡Basta de tonterías!, ya les advertí que no estaba dispuesto a tolerar tantas distracciones. No nos queda mucho tiempo si esperamos adelantarnos a ese erizo de Helio de Darade. Señor conde, ¿es que no va a prestarme las tropas que necesito? El imperio estaría enormemente complacido de su ayuda en la captura de tan peligroso criminal. Después de todo, usted es el futuro esposo de la princesa de Berilo, ¿es que no es justificación suficiente para que nuestra cooperación sea una impuesta necesidad?
—Sí, sí, por supuesto, señor comodoro —dijo el conde, con los ojos brillando de interés—. Después de todo pronto seré nada más y nada menos que el yerno del emperador, y mi condado será una estrella importantísima en los mapas imperiales. ¡Por supuesto que cooperaré para detener al azote de Berilo! Y así, mi importancia y buen nombre serán justamente reconocidos en la corte imperial.
—Por supuesto, haga lo que quiera, a mí solo me importa atrapar a ese truhan de Helio —habló Hematito sin prestarle atención, mirando a los guardias—. Ahora, señor conde, necesito que usted me dé cincuenta arqueros.
—¿Cincuenta? —preguntó el conde preocupado—. Eso va a ser un problema, señor comodoro, pues me es lamentable informarle que apenas contamos con unos veinte en todo el condado, además de otros seis o siete reclutas que recién están aprendiendo a usar el arco.
—¿Tan pocos? —gruñó Hematito—. Como sea, me los quedo, no tengo tiempo para ser quisquilloso. Tendré que dejar tan solo un tercio de lo que deseaba en el tejado y los otros… no lo sé, maldita sea mi suerte de erizo. También requeriré a lo menos cien lanceros.
—Son sesenta todos los que tengo si cuento también a la guardia de los pórticos y a los aldeanos que armo para que hagan las guardias nocturnas del condado.
—¡Qué fuerza más miserable, por el océano!... Ya, démelos todos, no nos queda de otra, tendré que improvisar.
—¿Pero y quién protegerá las entradas entonces? —preguntó el conde asustado.
—¿Planea una guerra acaso que necesita guardia en esta miserable aldea? ¿O tanto miedo tiene que quiere que le cuiden en la cama también?
—Señor comodoro, yo no…
—Entonces déjese de boberías que me hace perder más tiempo, ha sido mucho el desperdiciado hasta ahora. Le aseguro que Helio no entrará jamás por la puerta frontal si es lo que le preocupa. Disfrace a los cocineros de guardias si quiere, y para aparentar dele a cada uno de ellos lanzas, o escobas. Yo necesito a todos los soldados posibles bajo mi mando si es que queremos tener alguna posibilidad de atrapar a ese miserable ladrón. ¿Está o no cooperando con los intereses del imperio?
—Sí que lo hago, por supuesto —dijo el conde, pasándose el pañuelo por la frente brillante de sudor—, pero todo esto me parece excesivo y precipitado. Oh, no, digo, no es que dude de los nobles deseos del comodoro de protegernos e impartir justicia. Pero todo esto es tan agitado que me agota.
—No sea un escuincle, señor conde, esta es la hora de ser auténticos hombres de mar, experimentados en la acción. Lo único importante es atrapar a Helio de Darade, el resto es omisible, no lo olvide, ¡omisible!
El conde asintió. ¿Tenía otra opción?
Los últimos rayos del sol tiñeron con una delgada línea carmesí el horizonte sobre el manto cada vez más negro de las aguas. El viento frío de la costa mecía los árboles y arbustos, también los banderines y los largos lienzos de colores con los que se estaban engalanando las calles. Los guardias habían cerrado las puertas de la mansión por orden del conde. En las afueras de las murallas, un grupo de comerciantes discutía bajo la luz de los faroles con los lanceros de la puerta principal, traían alimentos y especias encargadas para el gran evento que iba a realizarse.
Alejándose del ruidoso grupo, un solitario hombre avanzó entre los animales de carga, recorriendo el camino de espinos y tierra rojiza a un costado de las murallas. Iba cubierto por una larga capa marrón enrollada alrededor de los hombros, con una amplia capucha sobre la cabeza que ensombrecía sus facciones. Parecía ser un anciano por su manera de moverse, palpaba continuamente la superficie de piedra con una mano buscando apoyo para no perder el equilibrio, cojeando a cada paso con la espalda encorvaba. De vez en cuando se detenía para descansar, murmuraba algunos quejidos, alzaba los ojos al cielo como si quisiera elevar una súplica. Pero en lugar de ello lo que hacía era examinar el borde superior de la muralla.
El hombre fijó la vista en las cabezas de los arqueros que se paseaban por lo más alto, su número y el tiempo que se tomaban entre rondas. Se apegó más a la muralla y continuó alejándose de la entrada. Ya no fingía cojear, sintiéndose seguro al amparo de la oscuridad, y con rapidez se deslizó hasta creer encontrarse lejos de todo ojo que pudiera descubrirlo. Sacó un par de garfios del cinturón oculto bajo la capa, eran dos piezas de metal afiladas y curvas como garras, unidas a cortos mangos de madera perpendiculares. Los sostuvo con firmeza empuñando las manos alrededor de los mangos, dejando los garfios de metal asomándose entre los dedos. Levantó la bota y desplegó una punta que antes se escondía doblándose bajo la suela, también con la forma de una pequeña garra. Armado con garras y garfios comenzó a escalar el muro con agilidad, ladrillo por ladrillo, encajando las puntas de acero entre las uniones sin perder el ritmo. En poco tiempo alcanzó la cúspide, asomándose cuidadosamente por entre las almenas, que tenían una extraña forma puntiaguda como los brazos de una estrella de mar y del color lechoso de la arena.
Echó atrás el cuerpo y colgó de los garfios en el momento preciso en que uno de los guardias cruzó delante de él. Se asomó otra vez y al verlo alejarse por el adarve dándole la espalda, aprovechó para encaramarse poniendo los pies en el interior, amortiguado sus pasos para evitar hacer ruido. Se agazapó intentando apegarse lo más posible a las sombras de las almenas para no ser descubierto. Escondió los garfios en el cinturón bajo la capa y volvió a plegar las puntas de acero de las botas ocultándolas en la suela. Rápidamente, pero con cautela, avanzó por el adarve hasta alcanzar una pila de barriles tras los que se ocultó, justo a tiempo para evitar al guardia, que luego de dar media vuelta regresaba en su dirección.
El hombre, oculto tras los barriles, examinó con rapidez el patio interior desde su posición elevada. Torció los labios con disgusto al notar que no había nada que pudiera usar para descolgarse, o algún montón de paja o una carreta a lo menos para dejarse caer desde esa altura. Además, los guardias cubrían casi toda el área y con la luz de los faroles del patio le sería casi imposible pasar desapercibido si bajaba desde ese lugar. Miró hacia la derecha y notó que la única manera de descender sería a través del interior de la torre de la guardia, que quedaba al final del adarve, del otro lado del molesto vigilante.
Por suerte el guardia no llegó hasta donde se encontraba él, sino que antes de alcanzar los barriles giró otra vez y regresó hacia la torre. El hombre dejó su escondite y se movió agazapado, siguiendo al guardia a apenas un metro de distancia, esforzándose para no provocar ruido con sus pisadas. En un momento el guardia se detuvo repentinamente y miró hacia el exterior girando la cabeza a un costado. El hombre tras él, con prisa, se deslizó hacia el lado opuesto inclinando el cuerpo casi pegado al piso. Luego el guardia giró la cabeza hacia el jardín, y el hombre se vio obligado a hacer lo mismo hacia el otro lado, e hizo gestos maldiciendo su suerte. Estaba a muy pocos metros del final de la plataforma y la ansiada puerta de la torre, y el guardia volvió a detenerse, inesperadamente se giró al haber escuchado alguna cosa extraña a sus espaldas.
Tras volverse, el soldado del conde se quedó quieto. Rascó su cabeza levantándose el borde del casco, pues allí no había nada más que el silencio inmediato y las voces lejanas de los otros guardias dándose instrucciones. Afortunadamente el guardia no notó las puntas de dos garfios metálicos enterrados en la cornisa del adarve, justo delante de sus botas.
El hombre colgaba de los garfios con los brazos extendidos. Apretaba los labios para evitar quejarse por el esfuerzo. Hizo un gesto de alivio cuando notó al guardia finalmente alejarse, y quiso levantar el cuerpo, pero fue incapaz de hacerlo, tenía los brazos cansados tras haber trepado el muro. Miró hacia la torre y dio un suspiro de alivio, había una pequeña ventana justo a la altura en la que se encontraba. Conteniendo los gemidos en mudos susurros fue deslizándose con dificultad, levantando un garfio a la vez para clavarlo un poco más adelante, rogando para que ningún soldado del conde en el jardín levantara la cabeza y descubriera a un ridículo hombre colgando como una diana de tiro, balanceando el cuerpo penosamente con cada movimiento al intentar avanzar.
Entró por la ventana cayendo a mitad de unas escalinatas que descendían en espiral. Descansó la espalda contra la pared, respiró agotado, abriendo y cerrando las manos adoloridas que quedaron marcadas con el duro mango de los garfios, sobándose luego los brazos adormecidos. Escuchó ruidos y se puso en alerta: eran pasos que venían desde arriba. Bajó por las escalinatas rápidamente. Se detuvo de golpe al escuchar más voces y pasos también venir desde abajo. Apretó los dientes, estaba rodeado, ¡atrapado! Miró hacia arriba, sacó uno de los garfios tomándolo con firmeza y dio un rápido salto apoyando un pie en la pared, de la que se impulsó para dar un segundo brinco mucho más alto, y de un certero golpe enterró la punta de acero en una de las vigas de madera del techo. Aferró el mango con ambas manos y giró todo el cuerpo doblando la cintura hasta quedar de cabeza con las piernas dobladas, el cuerpo pegado a los brazos y los pies contra el techo. Se encogió como un pequeño bulto, igual que un murciélago colgando de la rama de un árbol.
Los guardias se encontraron justo bajo él sin notarlo, eran tres los que subían y dos los que bajaban. Se detuvieron un momento y comenzaron a charlar animadamente.
El hombre, colgado de cabeza, comenzó a desesperarse y en su rabia movió los labios repitiendo irónicamente, como burlándose, las nimiedades que esos se decían. La sangre le bajaba al rostro enrojeciendo su tez, antes de un bronceado intenso y oscuro, y el sudor comenzaba a empapar su cabello negro. Un leve crujido lo hizo mostrar los dientes y agrandar los ojos haciendo una mueca de horror. El pequeño garfio comenzó a temblar y la madera a crujir, como si fuera a desprenderse en cualquier momento.
Finalmente los soldados del conde se despidieron dándose amistosas palmadas en los hombros, y ambos grupos siguieron sus respectivos caminos. Otra vez solo, el hombre giró el cuerpo quedando estirado, descansando un momento antes de bajar. Pero la madera cedió antes, astillándose alrededor del garfio. El hombre cayó sentado en los escalones dándose un fuerte golpe en la retaguardia. Se quejó ahogando un grito al apretar los dientes para no hacer ruido, contorneando el cuerpo y agitando los pies violentamente, para después, maldiciendo entre rápidas aspiraciones y exhalaciones, intentar calmarse sobándose la espalda. Ya más repuesto miró el garfio con disgusto. Dio un último resoplido y poniéndose de pie siguió bajando por las escaleras, cojeando al principio.
Las escalinatas terminaban en un oscuro pasillo curvado, apenas iluminado por un par de antorchas. Se ocultó tras el borde de un arco de piedra al final de la pared. Del otro lado había a lo menos una docena de soldados que comían, bebían y reían en torno a una larga mesa rectangular que cortaba el centro de la gran habitación redonda, que era la base de la torre, entre barriles, cajas y algunas armas apiladas contra las paredes.
—¿Qué hacen todos aquí? Debían estar afuera vigilando —se quejó el hombre en un susurro, y en su frustración apoyó la cabeza contra la pared, dándose de suaves golpes mientras intentaba pensar en una solución—. ¡Si parecen un montón de nua honu secando sus caparazones al sol! ¿Y les pagan por no hacer nada?
No podía volver, tendría que avanzar y pasar entre ellos de alguna manera. Tiró del borde de la capucha cubriéndose mejor la cabeza, se sacó el cinturón de cuero del que colgaban sus herramientas y un par de fundas de cuero cruzadas horizontalmente en la parte de atrás, que guardaban dos hermosas dagas con filos de casi un codo de largo.
Desde la punta hasta el final, las dagas estaban hechas en una única pieza de cristal levemente traslúcido, con una cinta de cuero enrollada alrededor del mango, que era inusualmente largo, casi tanto como el filo, pudiendo empuñarse cada arma con ambas manos si se quería. Una de las dagas estaba hecha de cristal blanco nublado y la otra en cristal negro ahumado. Ambas armas tenían una piedra preciosa adosada al final del mango en lugar del pomo, talladas con la forma de un botón de rosa.
El hombre luego cerró la capa cruzándola alrededor de su cuerpo, sacando los brazos por unas aberturas que tenía a los costados, convirtiéndola en una túnica corta que le llegaba arriba de las rodillas, y la ciñó con el cinturón que se volvió a colocar por encima de la prenda.
Agachado se asomó por el borde de la entrada. Examinó los ojos de todos los guardias, atento a los lugares hacia donde miraban y también la distribución de los muebles. Creyéndose seguro se arriesgó, giró rápido alrededor de la pared y entró en la sala, siempre agachado, consiguiendo cubrirse detrás de una caja grande de madera. Exhaló aliviado, hasta que notó cómo un par de soldados, que se encontraban de pie, comenzaron a moverse dentro del cuarto y amenazaban con rodear la caja y descubrirlo en cualquier momento. Pensó que debía actuar o lo atraparían.
Hurgó en uno de los bolsillos del cinturón y sacó una brillante moneda de oro imperial. Con mucho cuidado asomó la mano por el borde de la caja y apoyó de canto la moneda en el suelo, la empujó con la punta de los dedos haciéndola rodar rápidamente hacia el interior de la sala.
La moneda iba por la mitad de la habitación cuando uno de los soldados notó el resplandor escuchando su hermoso canto metálico. Un segundo soldado la vio. Luego un tercero. Varios siguieron la moneda hasta que esta chocó contra la pared opuesta, cayó de lado dando un rápido vaivén y se quedó finalmente quieta.
—¡Es mía! —gritó uno de los soldados.
—Claro que no, es mía, cayó de mi bolsa —dijo otro.
Varios más la reclamaron y se lanzaron sobre la moneda dándose de codazos y jalándose del pelo.
El hombre aprovechó la distracción y de rodillas cruzó por la sala hasta alcanzar el inicio de la mesa sin ser descubierto, se metió debajo y siguió avanzando, gateando por el centro, evitando las botas de los que todavía se encontraban sentados.
Puso la mano sobre un trozo hediondo de carne y se contuvo para no quejarse en voz alta. Avanzó un poco y hundió la mano en una cosa verdosa que parecía una pasta de algas, se detuvo para limpiarse la mano en la capa con repulsión. Al apoyar la otra mano, lo hizo en un charco de sidra. Se sacudió los dedos con enfado y meneó la cabeza, tratando de olvidarlo. Cruzaba delante de las botas de un guardia mientras este, a mitad de una carcajada por el chiste que le contó otro de sus compañeros, se inclinó un poco hacia un lado levantando apenas la cadera, guardando un momento de repentino silencio, haciendo un gesto de alivio. Bajo la mesa, el hombre agitó la cabeza desesperado y trató de no respirar por culpa del hedor, balbuceando en contra de su desquiciada y sádica fortuna. Su único consuelo era estar seguro de que esos detalles jamás los recordaría, si un día sobrevivía para escribir sus aventuras.
Llegó al final de la larga mesa. La puerta todavía le quedaba a un par de metros, movió los dedos impaciente como si en su deseo casi pudiera tocarla. Pero cerrada sería casi imposible intentar abrirla sin que esa docena de soldados lo vieran. Estaba además prácticamente inmóvil entre los tobillos de dos soldados sentados a los lados opuestos de la mesa. La situación en la que se encontraba no podía ser peor, si uno de ellos por alguna razón se viera los pies, o cualquiera de los otros que todavía se peleaban la moneda mirara el piso en esa dirección, sería descubierto.
La puerta se abrió de improviso apareciendo otro guardia con mucha prisa.
—¿Qué hacen perdiendo el tiempo? ¡El conde pasará revista y si los encuentra aquí perderán sus cabezas!
Esa fue la señal que él esperaba. Le dio un fuerte golpe con la mano empuñada al tobillo de uno de los dos guardias sentados.
—¿Por qué me golpeaste? —reclamó el guardia a su compañero quejándose, levantándose de un salto.
—¿Yo? No te he hecho nada, deja de ser tan llorica.
—Repite eso si te atreves…
—¡Llorica!
Estando todos distraídos por la discusión de esos dos, el sigiloso hombre se movió, salió de la sombra de la mesa y sin dejar de gatear pasó sin ser visto por el lado del soldado todavía parado en la puerta.
Una vez en el exterior no tuvo tiempo de recobrar el aliento. Cruzó corriendo un corto tramo del jardín hasta alcanzar una carreta y solo entonces, tras cubrirse a la sombra de las enormes ruedas, pudo volver a respirar con calma, pasándose el brazo bajo el mentón humedecido. Ahora únicamente le faltaba alcanzar la mansión del conde. No sería sencillo, la luna iluminaba todo con una intensa claridad azulada, las puertas estaban bien vigiladas y las ventanas eran pequeñas, sin cornisas de las que aferrarse y además estaban a varios metros por encima del suelo. La única opción que le quedaba sería trepar, otra vez, hasta el tejado de la mansión y buscar desde allí algún balcón o ventana por la que meterse.
Esperó a que una ronda de cuatro guardias que venía caminando por el patio rodeando el perímetro de la mansión, pasara por el lado de la carreta para, al igual que hizo antes, seguirlos agazapado, tratando de no hacer ruido. Durante ese corto pero tenso momento suplicaba en su interior que ninguno de ellos mirara hacia atrás, o tampoco que otro guardia lo viera desde lejos. El grupo cruzó frente a unos arbustos pegados a la pared de la mansión y el hombre aprovechó de ocultarse en el follaje. Uno de los guardias miró hacia atrás, pero tras no descubrir nada, siguió marchando con sus compañeros.
El hombre, escondido entre los arbustos y la pared, miró hacia arriba, supuso que no sería tan sencillo trepar esas paredes que más parecían una superficie de roca salina erosionada. Lanzó un furioso resoplido.
—«Lleva una cuerda, será más rápido así», me dijo Cromo —susurró discutiendo consigo mismo, mientras contaba mentalmente los metros de altura que tenía la pared, sin consuelo.
Acomodó los mangos de los garfios con desgano entre sus dedos cansados, empuñándolos con firmeza.
—«Pero no, le respondí yo, es peligroso pues podrían ver la cuerda, es mejor usar los garfios». ¡Nua kina! —exclamó con rabia, en una lengua de acento fuerte y melódico—. Me golpearía a mí mismo por ser tan necio, si no doliera tanto.
Pensó que no valía la pena recordar las dificultades que tuvo para alcanzar el tejado, por culpa de esa pared tan lisa y dura, que no dejaba clavar bien el garfio, ni las veces en que temió ser visto por los arqueros que guardaban las murallas exteriores, mientras se encontraba tan expuesto como una lagartija negra sobre una roca blanca. Pero de alguna manera lo había conseguido, fuera por mérito de su destreza o por la torpeza de la seguridad que no valía siquiera la comida que devoraban, o quizás gracias a que la dama fortuna finalmente estaba de su parte… No, eso jamás, conociendo lo caprichosa que era la diosa de la suerte con él, lo más seguro era que su éxito se debía a que ella estaba echando una siesta, olvidándolo por un rato.
No importaba el motivo, finalmente había alcanzado el tejado. Descubrió un poco más arriba, donde la mansión escalaba en altura, un amplio balcón y le fue sencillo evitar a los arqueros que vigilaban desde las torres, porque parecían más dormidos que atentos en sus puestos. Alcanzando el balcón trepó por el borde, saltó la baranda de piedra y cruzó agazapado el amplio espacio ovalado de baldosas brillantes antes de llegar al ventanal.
El cerrojo del ventanal cedió fácilmente, era sencillo gracias a su toque mágico con las ganzúas. Se sopló los dedos en un gesto de triunfo, cada vez se sorprendía más a sí mismo de lo bueno que era. Saltó al interior de una habitación pequeña, oscura, atiborrada de cajas y con intenso aroma a humedad y polvo. Intentó no tropezar, pero pasó a llevar con el brazo un candelabro de pedestal, el que consiguió atrapar a poco de tocar el suelo. Tras un suspiro de alivio consiguió llegar a la puerta sin otro accidente. Con mucho cuidado salió de la habitación y se encontró a mitad de un pasillo que resultó ser un ejemplo de desagradable pomposidad. El suelo estaba alfombrado con colores rojo y violeta con bordados de oro. Muchas, incluso demasiadas, pinturas llenaban las paredes, de distintos tamaños, tan mal ubicadas que perdían toda armonía estética. Las lámparas de cristal y plata estaban encendidas solo una de cada tres a lo largo de los pasillos, provocando un ambiente tenuemente iluminado y muy lúgubre. Las puertas de madera oscura se hallaban cerradas y figuras de oro y cristal, de procedencia imperial, adornaban cada mesita o escaparate que se encontraba a cada paso, no habiendo lugar despejado en las paredes.
«¡Qué pésimo gusto!», pensó al descubrir que ese conde era como todos los otros señores de los mares del sur, que obtuvieron títulos nobiliarios tras haberse rendido voluntariamente al dominio del imperio de Berilo. Tan ridículo acaparamiento de baratijas, queriendo imitar los lujos de la corte de Berilo, lo único que conseguía era empobrecer todavía más a la gente de su isla. Y todo por culpa de sus vanidosas intenciones de sentirse aceptado por los nobles del imperio y no ser llamado un advenedizo.
Demoró menos de lo esperado en encontrar el estudio del conde en el centro de la mansión, en la planta alta. Ese lugar había sido construido recientemente, pudo adivinarlo por lo fresco de las terminaciones, imitando los diseños de las mansiones de la capital de Berilo, por lo que prácticamente se la sabía de memoria. Si ves una, las ves todas, se había repetido muchas veces en el pasado y con razón.
Era tan sencillo, no había guardias a la vista, seguramente todos se encontraban vigilando el exterior de la mansión. Aunque tampoco se topó con personal de la servidumbre, ¿sería posible que todos se hallaran ya en cama a esas horas, cuando no hacía mucho que se había ocultado el sol?
El hombre hizo una mueca, mezcla de risa y disgusto, la respuesta era lógica. Se dispuso a abrir la puerta del estudio del conde, pero se detuvo un momento examinando el picaporte. Lo pensó detenidamente; y entró de todos modos con seguridad.
No había nada fuera de lugar en el interior del estudio, a pesar de su aprensión inicial. Las repisas estaban llenas de libros traídos también desde el imperio. Pasó el dedo por encima de los tomos, el polvo que juntaban no hablaba muy bien de los hábitos de lectura del conde. Todo ese lugar acusaba una exageración en los adornos y un pésimo cuidado por la armonía. Lienzos de complejos diseños colgaban de las paredes, cortinas de seda de un azul intenso estaban atadas a los bordes del ventanal con amarras doradas y enormes borlas de cristal, un feísimo escritorio se encontraba en el centro, tan amplio hacia los lados que sobraba espacio sobre el que se apilaban algunos libros.
Descubrió, al acercarse y abrir uno de los tomos, por el crujir de las hojas y lo duro del empastado como si estuviera nuevo, que no parecían ser más que un adorno sobre la mesa, o quizás unos grandes y costosos pisapapeles. Tuvo que esforzarse para dejar de entretenerse con el contenido de ese libro, que sí reconoció era interesante, para volver su atención a lo que realmente le importaba, un pequeño pedestal en una posición central a un costado del estudio.
Sobre el pedestal, en un mullido cojín de terciopelo del fucsia más irritante que podría haber visto en su vida, descansaba la más grande y resplandeciente esmeralda que existía en todos los mares de Berilo. De forma rectangular con pequeñas diagonales en sus esquinas y un intenso color verde. Se acercó lentamente, abriendo y cerrando las manos con ansiedad, pero se detuvo observándola un poco más. Caminó alrededor del pedestal como si quisiera mirar la piedra por todos los ángulos posibles, admirando su resplandor bajo la luz de la luna que entraba por el ventanal. Se acercó un poco más y dobló el cuerpo hasta tener el rostro frente a la piedra, examinándola sin tocarla.
Retrocedió el cuerpo irguiéndose, alzando una ceja al principio con curiosidad, luego disconforme.
—¡Hematito de Cinnabar!, ¡korohua nuhi! —alzó la voz con fuerza—, ¿todavía no puedes hacer una trampa que de verdad funcione, o te estás burlando de mí?... ¿Qué esperas para saltarme encima?, ya sé que estás detrás de la puerta.
Las puertas del estudio se abrieron de una patada y el imponente comodoro Hematito entró liderando a una docena de guardias bien armados, que se apiñaron en la entrada bloqueando todo posible escape.
—¿Te atreves a insultarme llamándome korohua? —El comodoro lanzó una risotada, apuntando al ladrón con el sable—. Pues no estoy tan viejo, Helio de Darade, si todavía puedo darte caza; pero lo de nuhi sí te lo acepto y lo tomaré como un cumplido, porque como un tiburón que olfatea la sangre en el agua seguí tu rastro hasta encontrarte aquí en los inhóspitos mares del sur, lo más lejos de las fronteras del imperio. Me aseguraré de que pagues ante la justicia por tus crímenes. Y hoy es el día en que finalmente te he acorralado.
El ladrón echó para atrás la capucha, ya nada tenía que ocultar. Reveló una juventud ya mesurada por la experiencia, en su última etapa. De porte orgulloso y recio, y aunque de estatura promedio se veía mucho más pequeño y enclenque en comparación a Hematito, por la grandeza del cuerpo y el atemorizante talante del comodoro. Los ojos del ladrón, caídos y almendrados, eran negros como la noche sin estrellas, de mirada soñadora y aletargada que contrastaban con su enérgica sonrisa. Su rostro suave y redondeado también hacía difícil determinar su edad. El cabello era oscuro, liso pero desperdigado hacia las puntas, como si jamás hubiera osado pasar una peineta por ellos. Su tez brillante era como el bronce oscurecido, o de un tono canela como el color de los marineros que viven bronceados bajo el implacable sol del océano, con labios secos por la exposición excesiva al aire salino. En eso Helio y Hematito eran muy parecidos, en el tono de su piel como en la profundidad de sus miradas, siendo dos caras de una misma moneda, dos criaturas del mar nadando en corrientes diferentes. Uno grande y pesado de las aguas más frías y profundas, endurecido como una ballena donde la vida era más estricta; y el otro rápido y vivaz como los peces de las aguas más cálidas, desafiando los límites, volando sobre las olas, donde toda regla no era más que un juego a vencer.
Helio hizo una media sonrisa.
—Korohua nuhi, ¿aún crees que me entregaré sin dar batalla?
—Por supuesto que no, truhan. —Hematito lo apuntó con el sable—. ¡A él, mis peces espada!
Los soldados gritaron al unísono lanzándose al ataque.
Helio dio un salto atrás y apoyando una mano pasó por encima del escritorio. Tomó uno de los libros que estaban de adorno y lo lanzó con mucha fuerza contra el pedestal, justo cuando Hematito y sus hombres cruzaban el estudio. Al balancearse el pedestal, el cojín cayó y la esmeralda rodó por el piso.
El fuerte chasquido metálico le recordó muy tarde a Hematito la trampa que habían montado. Una pesada red cayó del techo atrapando a los cazadores en lugar de a la presa. Hematito gruñó bajo la red, forcejeó y tropezó, rodando junto a los guardias que cayeron sobre él, a los que maldijo recordándoles de doce maneras distintas lo estúpidos que eran. Helio de Darade no obedeció las órdenes de Hematito, bramando para que lo esperara, sino que corriendo contra el ventanal del fondo del estudio cargó con el hombro. Las puertas, hechas de finos listones de madera y cristal, cedieron haciéndose pedazos, retrocediendo con fuerza al abrirse y golpeando la pared con fuerza, para terminar colgando de las bisagras.
Helio no pudo gozar del aire frío de la libertad, siendo sorprendido por un trío de espadachines que lo esperaba en el amplio balcón ovalado en lo más alto de la mansión. Los hombres lo rodearon impidiéndole cualquier intento de escapar por los tejados.
Hematito escupió una vengativa risotada desde el interior.
—¿Las trampas de quién no funcionan ahora, eh? Te tengo justo donde quería, infame ladronzuelo —Se ufanaba a pesar de su ridícula situación, luchando por levantarse y cortar las cuerdas de la red con su sable—. ¿Creíste que te sería fácil burlarme esta vez, pequeño erizo?
—Jamás lo pensé, comodoro —Helio desafió a los hombres que lo rodeaban y arrinconaban contra la entrada al estudio—. ¿Me quieren? —preguntó llevando la mano atrás bajo su túnica. Empuñó una de sus dagas y la desenfundó de un rápido y violento movimiento—. Primero tendrán que vérselas con mi Hoe Uri.
De sus dos dagas de cristal había escogido la de color negro. No tenía adornos o detalles en su superficie, a excepción de la ajustada cinta de cuero que enrollaba al mango. La giró muy rápido alrededor de la mano con la destreza de un malabarista. Por la forma lisa del arma y su color ahumado, que reflejaba la luz de la luna descomponiéndola en intensos destellos, daba la impresión de que se trataba en realidad de una silueta sin forma ni peso, como si en lugar de un filo de cristal sólido estuviera empuñando un haz de luz. Aunque el arma tenía una longitud mayor a otras dagas y un mango largo haciéndola capaz de ser empuñada con ambas manos, todavía era un poco más corta que una espada. El pomo al final del mango era un cristal violáceo, una amatista tallada con la forma de un hermoso botón de rosa.
Helio se adelantó arremetiendo a gran velocidad, cogiendo por sorpresa al primero de los espadachines. La hoja negra parecía deformarse al moverse, un espejismo provocado por la luz plateada sobre su superficie cristalina, confundiendo a su oponente. Helio le dio un último giro al arma entre sus dedos y la detuvo empuñándola con fuerza, justo antes de dar el golpe. El soldado del conde quiso defenderse con su espada. Las armas chocaron y la Hoe Uri de Helio hizo rebotar la espada del soldado con una fuerza inusual para un arma tan corta, arrancando destellos del acero. Los brazos del espadachín retrocedieron entumecidos y sus pies trastabillaron perdiendo el equilibrio. Helio aprovechó la oportunidad y lo empujó con el hombro para derribarlo.
Pasando por encima de su compañero que caía de espaldas, el segundo de los soldados del conde arremetió dando un salto, empuñando con ambas manos un filoso sable curvado sobre su cabeza. En la oscuridad Helio apenas pudo distinguir la hoja de acero por el reflejo de la luna, y retrocedió dando un paso rápido. La punta del sable rozó sus cabellos y chocó contra el piso astillando la piedra. Helio no pudo recobrar el aliento, tampoco tuvo tiempo para pensar en lo cerca que estuvo de perder la nariz, porque apenas detuvo su retroceso se impulsó otra vez hacia adelante, giró el cuerpo y levantó el brazo doblado, propinando al rostro del soldado un fuerte golpe con el codo, seguido por un segundo golpe con el pomo de la daga que impactó en el yelmo que lo protegía. El choque entre el duro cristal amatista y el yelmo produjo un fuerte tañido. El yelmo salió volando y el soldado dio un paso, después dos, al tercero se desplomó sobre el piso inconsciente.
El tercer espadachín, que se había movido por el costado de Helio, lo agarró por el brazo jalándolo con fuerza.
—¡Te tengo, maldito ladrón! —gritó el hombre del conde, levantando con la otra mano la espada para acabarlo.
—¡Ina, nohea! —negó Helio desafiante y lanzó una fuerte patada a los tobillos del espadachín, derribándolo.
Al caer el guardián se aferró de la ropa de Helio tirando con fuerza, inmovilizándolo. Mientras, el primero de los hombres al que había derribado antes ya estaba de pie y se abalanzaba otra vez al ataque.
—¡Rakine! —Helio maldijo en un rápido susurro, notando al nuevo atacante, tirando con fuerza su capa para soltarse.
Helio vio caer la espada sobre su cabeza, pero parte de la tela de su capa se zafó de debajo del cinturón y se rasgó. El ladrón retrocedió a tiempo para que la espada cortara el resto de la capa que tiraba de su cuerpo. Se tambaleó intentando no caer de espaldas hasta que chocó con el borde del balcón, quedando recostado sobre la baranda.
—Eh… —Helio, muy agitado, no pudo contar su suerte. Apoyó la mano en la baranda para recobrar el equilibrio y se impulsó para correr rápidamente hacia el extremo más lejano del balcón.
—¡¿Qué esperan, montón de medusas secas?! —Hematito reaccionó pateando más fuerte a los guardias con los que estaba atrapado, desesperado por salir de la red—. ¡No lo dejen escapar, babosas de mar!
El espadachín hizo ademán de seguirlo y el otro trató de incorporarse. Pero Helio se detuvo al descubrir, más allá del balcón, a varios arqueros esperándolo en las torres y ya apuntando en su dirección. Mostró los dientes, dio media vuelta y ahora cargó de regreso contra sus perseguidores, atacando al primero con su daga. Las armas volvieron a chocar y se detuvieron en un intenso forcejeo. El espadachín lanzó una maldición, era imposible que una daga pudiera ganarle a su gran sable en fuerza, pero sus brazos retrocedieron ante el ímpetu del ladrón con impresionante facilidad. En el forcejeo, Helio lanzó un gruñido empuñando ahora a Hoe Uri con ambas manos. Ante el asombro del espadachín, su sable de acero comenzó a ser penetrado por la daga de aspecto cristalino, como un cuchillo contra el delgado cuero, alcanzando el centro de la hoja.
Hematito consiguió liberarse cortando la red con su sable, siendo seguido por los hombres del conde. Afirmándose unos de otros se amontonaron hacia la salida al balcón provocando un embotellamiento. El comodoro, en su apuro, cogió a uno de los soldados por los hombros con ambas manos y lo lanzó como un fardo por encima del escritorio, solo porque se había cruzado en su camino, a otro le dio un fuerte empujón hacia el otro lado enterrándolo en una estantería.
—¡Helio de Darade! —rugió Hematito como un lobo de mar.
El sable de acero del guardia se partió en dos. La mitad que voló fue a clavarse sobre el dintel de la puerta del balcón, asustando a los primeros soldados que querían salir, y que se quedaron con la cabeza alzada y los ojos prendados en el trozo de acero que todavía vibraba. Con un segundo golpe de la Hoe Uri que sacó chispas, Helio desarmó al pasmado espadachín de lo poco que le quedaba de la espada y rápido alzó el pie y le dio con toda la bota en el abdomen. El hombre del conde se fue hacia atrás trastabillando y chocó con su compañero que lo seguía de cerca. Ambos enredaron sus talones con el otro que seguía en el piso, cayendo de espaldas.
—No, ¡no, erizo Helio, no te he dado permiso para que escapes! —amenazó Hematito.
—Cómo si fuera a obedecerlo, comodoro.
Helio, para sorpresa de los hombres del conde, en lugar de escapar retrocediendo, se lanzó hacia ellos. En un rápido movimiento envainó la daga, brincó y cayó con un pie sobre el pecho del primero de los espadachines que quería salir, derribándolo del todo sobre los demás guardias que lo empujaban desde atrás, y se impulsó dando un segundo salto que lo ayudó a agarrarse de la cornisa superior muy por encima del dintel de la entrada al estudio y trepar. Las botas de Helio fue lo último que Hematito vio con cólera desaparecer por el borde superior de la entrada, que tras la pila de soldados a punto de caer no podía pasar.
Enfurecido, Hematito los empujó con una fuerza casi inhumana que los expulsó a todos al balcón, yéndose de bruces los primeros, los otros cayéndoles encima, rodando por el piso y quejándose. Por encima de ellos el viejo y robusto Hematito marchó pisando manos y piernas si estaban en su camino sin contemplación alguna. La ira del comodoro parecía convertir sus amenazas en el vapor que salía de su nariz con cada respiración, como un volcán pronto a estallar en la fría noche. Con las manos cruzadas en la espalda observó un momento la luna antes de dar su siguiente orden.
—¡Arqueros! —vociferó con ardor—. Los quiero a todos en este momento en cada ventana, balcón, torre o árbol en la mansión. ¡No lo dejen escapar o les pesará! ¡Cubran las entradas, los muros, las puertas, toda posible salida! Aunque tengan que tapear hasta los agujeros de las letrinas, ¡ciérrenlo todo! ¿Me escucharon bien? ¡Muévanse, lapas marinas!
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