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Aguamarina desenredaba su larga cabellera que se deslizaba por su espalda como un velo, tan negro como la noche que se veía por la ventana en lo alto de la pared. La opulencia de la alcoba no la confortaba, tampoco los encantadores detalles del tocador. Las muchas alhajas traídas de Berilo, apiladas en pequeños joyeros frente al espejo, en lugar de alegrarla solo la abrumaban, recordándole que ella era un adorno más, una pieza a poner sobre el escaparate del señor del condado. Ella, la princesa imperial, convertida en la mujer de un noble advenedizo que había comprado su ciudadanía.

¿Por qué había pasado todo eso?

Ni siquiera ella tenía claro el porqué de las decisiones de su padre. ¿Sería para proteger la futura ascensión al trono de su hijo Vanadio? Qué tontería, era de dominio público su oposición a la idea de gobernar, era imposible que alguien la viera como una rival al trono. ¿Por qué entonces había sido exiliada a los confines del imperio y obligada a casarse con un hombre al que no conocía, y que ahora al hacerlo detestaba con repulsión? ¿O habría sido la influencia de su hermano mayor Vanadio, al que nunca tuvo en afecto —sentimiento que creía con certeza mutuo—, que quiso al fin deshacerse de ella? Era demasiado absurdo siquiera imaginarlo, tomarse tantas molestias para tan poco, pues ella nunca significó una amenaza en el pasado.

Debía haber sucedido algo más de lo que no estaba enterada, una razón de peso por la que su padre de pronto se decidiera a odiarla. Había querido preguntarle en persona el motivo de una decisión tan repentina como absurda, que sorprendió a todos los asesores de la corte, pero su padre se negó a responderle. ¡Ni eso tendría ella!, ni un motivo para justificarlo, para no odiarlo como ya lo hacía, como nunca lo hizo ni había querido llegar a hacerlo. Ella amaba a su padre, pero no le dio nada de lo que poder aferrarse para que no zozobrara su amor por él. Y tras advertirla de no desobedecerlo, con una frialdad que reservaba únicamente para sus más detestados enemigos en la corte, le dio la espalda como si ella fuera una desconocida, no escuchó sus ruegos ni sus lágrimas para que desistiera de esa crueldad. Ella prometió que haría lo que fuera para congraciarse si había cometido una falta a sus ojos, o si ya no le era agradable tenerla en la corte le suplicó que la exiliara al reino que fue de su madre, ¡pero que no le hiciera eso! Incluso suplicó en nombre del amor que su padre se ufanaba de decir que había sentido por su madre, para que no la obligara a casarse con un desconocido y en tan injustas condiciones.

Ninguna palabra consiguió llegar al emperador. Ese hombre malvado ya no era su padre, ya no el mismo hombre que la educó llena de libertades, de mimos, de atención y de cariño. Tampoco se despidió de ella cuando al siguiente día debió dejar la capital antes del amanecer, de manera extraña, oculta a los ojos del mundo con una gruesa capa y la mínima escolta, como si de pronto fuera un pecado del que su padre se avergonzara.

Todo lo que en ese momento recordaba de su padre era su espalda, tras haberla ignorado poniendo fin a la discusión. Una espalda pequeña, encorvada, cubierta por una capa que parecía quedarle grande, como si hubiera pertenecido a otro emperador, a uno más joven, de espalda ancha y cálida en la que ella gustaba treparse de pequeña hasta arrebatarle la corona. Ella siempre confió en su padre, y él la había entregado, vendido. No, peor: la había regalado.

Todavía más inexplicable y vergonzoso fue verse acompañada únicamente por su institutriz, la señorita Drusa. No tuvo una escolta adecuada de marinos de la armada o de los lanceros de Bahía Coralino que la protegieran como siempre hicieron con su madre. No hubo ninguna comitiva de la corte asignada para su compañía, ningún embajador encomendado para asistirla con las formalidades. Le fue incluso negada una nave imperial para su transporte, usando en su lugar una simple embarcación de pasajeros. Comodidades no le faltaron, su queja no era debido a ello, aunque no podía dejar de sentirse extrañada por la situación en la que se encontraba. ¿Es que su título de princesa imperial de Berilo no tenía ningún valor? ¿Tampoco tenía importancia su boda, su futuro, su vida?

Alzó el rostro y miró su propio reflejo en el espejo del tocador. No veía nada, porque ella ya no era nada. Sus planes siempre fueron esperar a cumplir la mayoría de edad según el código imperial y así poder exigir su derecho a gobernar Bahía Coralino, que le correspondía por herencia materna. Así podría alejarse para siempre de las intrigas de la corte y la abrumadora capital que nunca le agradó, donde el océano era oscuro y las aguas de la costa siempre estaban sucias, tan fétidas como las mentiras de quienes la trataban con amabilidad y la llenaban de halagos solo por ser la princesa. Su cumpleaños número dieciocho llegó y ella postergó sus planes por amor a su padre, al que veía cada día más viejo y cansado. Pasó una semana, dos, tres meses, un año, y ella no quiso apartarse del emperador para no dejarlo solo. ¿Y qué clase de recompensa estaba recibiendo por su amor? Se arrepentía de no haberse ido a Bahía Coralino mientras tuvo la oportunidad, ahora la aguardaba un futuro lleno de arrepentimientos.

Suspiró apesadumbrada y pensó en su madre. Si ella siguiera con vida nada de eso estaría sucediendo. Dejó el cepillo sobre el tocador y tiró de la cadena que rodeaba su cuello, sacando del escote del camisón una pequeña esmeralda engarzada en un fino alambre de plata. La presionó entre sus manos con fuerza.

—Mamá, ¿por qué me has abandonado? —murmuró—. ¿No quieres ayudarme?, ¿no vas a oír mis ruegos?

Aguamarina miró el cuchillo que estaba sobre la mesita del tocador. Lo había decidido días atrás, ella no se casaría, nunca entregaría su castidad a ese repugnante conde. Aspiró con fuerza y retuvo el aire en su pecho, después exhaló lentamente hasta calmar un poco el temblor de sus manos. Ya había tomado una decisión y nada la haría cambiar de parecer. Desde que llegó a ese condado, cada noche empuñaba el arma llenándose de dudas, para desistir al final creyendo que al siguiente día encontraría una solución mucho mejor y menos dolorosa que esa. Pero al amanecer recordaba al conde y su aliento de lodazal, volviendo a prometerse que la noche siguiente sí sería la última de su corta y trágica vida.

Para darse más valor en ese momento tan triste y solitario, se atrevió, apenas reteniendo el asco que la invadió, a imaginar al conde con su boca ridículamente pequeña y pintada acercándose al lecho nupcial como un horripilante monstruo marino. Forzándola, porque ella jamás se entregaría sin luchar, y profanándola, arrebatándole los besos que ella soñó dar un día únicamente a un hombre magnífico que se robara con justicia su corazón. Sí, un hombre como los protagonistas de los cuentos que su madre le leía cada noche antes de dormir cuando era pequeña.

Dejó caer los hombros al recordar una vez más que su madre estaba muerta y que las historias sobre marineros osados y las doncellas que los amaban con libertad no eran más que mentiras para engañar a las niñas tontas como ella. Mentiras para mantenerla calmada haciéndole creer durante años que ella era la dueña de su vida y que se podía ser completamente feliz. Todo era mentira. Ella nació mujer y sin derecho alguno, porque desde la criada más joven de palacio hasta la princesa imperial de Berilo, todas compartían la misma suerte, la de vivir bajo el yugo de los hombres y ser tratadas como una mercancía de intercambio durante sus pactos políticos y comerciales.

Ya no tenía excusas para seguir postergando lo inevitable, el tiempo se había cumplido. La boda se llevaría a cabo al día siguiente según lo planeado y nada podía impedirla, pues su opinión al respecto tenía tanto valor como el de una pintura en la pared. Eso era lo que se esperaba de ella, que se comportara y guardara silencio, que se convirtiera en otro adorno en esa mansión, un objeto sin voluntad, sin alma, sin corazón, sin mente, sin vida.

Empujó la silla con las piernas al levantarse de golpe, indignada, y su mano tiró el cepillo de coral, que chocó con fuerza en el piso de piedra haciéndose trizas. Aguamarina se vio a sí misma en el espejo moviendo la mano como si fuera otra persona. Tomó el cuchillo y muy lentamente lo movió, deslizando la punta por la superficie de la mesita, pasando la hoja de acero entre las pequeñas botellas de perfumes y ungüentos con desidia. Levantó el cuchillo con ambas manos tratando de que no temblara, sin éxito. La punta presionó la delgada tela del camisón sobre su pecho. El metal estaba tan frío que aún a través de la tela lastimó su piel, provocándole un escalofrío que la recorrió hasta los pies.

Las dudas volvieron a aflorar en su corazón, su orgullo le decía que eso no era lo correcto, que en lugar de rebelarse se rendía al miedo y a los que la oprimían. ¿Pero qué más podía hacer?, ¿aceptar su destino y sufrir un matrimonio tan funesto? Víctima del gran engaño que le susurraba en el oído, y que siempre empujaba a toda alma a la desesperación y la desgracia, fantaseó complaciéndose en su propia tragedia, imaginando que por años cantarían la historia de la más casta y desgraciada princesa de Berilo, y todos llorarían su muerte.

Aflojó la presión de los dedos alrededor del mango del cuchillo. ¿Y si esperaba una noche más? Quizás… Pero no podía esperar más tiempo. Volvió a temblar aterrada al comprender que si no hacía nada, mañana a esa misma hora ya estaría convertida en la mujer del conde.

Cerró los ojos y levantó el cuchillo, presionando la punta de acero bajo su cuello, directamente en su piel desnuda. Empujó un poco más fuerte, apenas hundiendo la piel, y el dolor punzante la hizo susurrar un quejido. La princesa nunca había llegado tan lejos en sus otros intentos, pensó que con un poco más de fuerza todo acabaría para ella.

Abrió los ojos y se miró otra vez en el reflejo, en esa escalofriante escena sosteniendo la punta del cuchillo contra su garganta. No lloraba, pero sus ojos se habían tornado vidriosos reflejando la tenue luz de la lámpara de aceite. Tragó con mucha dificultad y se armó de fuerzas suficientes para acabar con su vida, cuando repentinamente vio, a través de su imagen en el espejo, una sonrisa reflejándose en el acero del cuchillo. ¿Era de ella? No, imposible, ella no sonreía, aunque en su miedo no quiso alzar los ojos para comprobar lo que estaban haciendo sus labios. Además, reconoció esa sonrisa tan dulce y tranquilizadora, pues era la de su madre.

Aguamarina se asustó tanto con el reflejo que se paralizó. Ya no sabía si continuar y presionar hasta herirse, o tirar lejos el cuchillo que sentía pegado a su mano, en una batalla de voluntades entre su corazón y su cabeza.

—¿Tan cobarde soy? —se preguntó con la voz quebrada.

El fuerte estallido de los cristales la asustó. Al voltear alcanzó a ver una figura oscura que cayó sobre la cama atravesando el techo de madera del dosel, con tanta fuerza que el colchón se levantó en dos escupiendo las plumas del relleno. Las patas de la cama cedieron junto a los pilares del dosel, que cayeron con las cortinas sobre el colchón.

Aguamarina no tuvo tiempo de reaccionar, giró completamente y se quedó con los labios entreabiertos, con una mano sobre su pecho y la otra sosteniendo el cuchillo en alto para defenderse. Su cama estaba convertida en una pila de maderos partidos y restos de cristal de la ventana, sábanas revueltas y las cortinas cubriéndolo todo bajo el peso de las cuatro columnas del dosel. Las plumas todavía revoloteaban por toda la habitación. Aguamarina se acercó muy lentamente, deslizando los pies con mucho cuidado por el suelo para no pisar algún cristal con sus delgadas zapatillas de tela.

A menos de un metro de la cama, Aguamarina se detuvo y contuvo el aliento al ver una de las gruesas columnas moverse empujada por una mano que salió de entre las cortinas. La mano retrocedió y luego empujó la columna con fuerza, pero esta no se elevó lo suficiente y volvió a caer en el mismo lugar. Se escuchó un golpe seco, seguido por un quejido en palabras que no pudo comprender. Tras los furiosos balbuceos aparecieron dos manos que juntas consiguieron sacarse de encima el pilar, para después tirar de las cortinas.

Salió la cabeza de un hombre joven, con el cabello revuelto y el rostro brillando de sudor, respirando a grandes bocanadas hasta que consiguió calmarse.

—Rakine tau waimari, ariki Helio —se recriminó a sí mismo, aspiró hondo para recobrar el aliento, y tosió un poco—. ¿Tenías que saltar sin mirar antes?... ¡Uke! Pudiste haberte matado.

Apartó las cortinas para tratar de ponerse de pie. Se sacudió la ropa y entonces notó que no se encontraba solo en la habitación, susurrando una exclamación de asombro con melódico acento al mirar a la princesa.

Anana...

Helio cerró la boca controlando su respiración agitada y a pesar de su difícil situación trató de mostrarse lo más digno y solemne que pudo. Alzó una ceja y se dedicó a examinar a la princesa muy detenidamente. Los ojos de Helio subieron por el cuerpo de la doncella, desde los pequeños pies, que calzaban un par de bonitas zapatillas de tela, a los tobillos, subiendo por las piernas bronceadas de un tono atractivo que hacía juego con el color del largo camisón, que a su pesar apareció más pronto de lo deseado. Pero rápido encontró consuelo por lo delgada que era la tela del camisón y su deliciosa transparencia, que se acentuaba a contraluz.

Pudo apreciar sin esfuerzo y en detalle la silueta sinuosa de las piernas delgadas y muy largas, la rigidez de los muslos, las caderas bien redondeadas pero pequeñas y la cintura definida, pudiendo apenas distinguir el color de la ropa interior de la doncella que él, caballerosamente, observó con disimulo. En general estaba un poco flacucha, pensó alzando ambas cejas, pero no le desagradaba en absoluto lo que veía. Siguió moviendo los ojos hasta topar con el pecho agitado de la doncella que subía y bajaba con cada nerviosa respiración. Los senos de la muchacha eran pequeños y respingados, apenas visibles por el ancho doblez de la tela sobre el escote, dónde descubrió balanceándose la esmeralda.

Helio sonrió sin darse cuenta. Aguamarina reaccionó con pudor cubriéndose con los brazos.

—¡Señor, no mire, que me encuentro desnuda!

—¡Rakine tau waimari, ariki Helio! —repitió Helio sin escucharla, pero esta vez sin quejarse, sino con alegre ironía.

Helio se levantó y sus pies se enredaron con las sábanas, avanzó a tropezones y tiró a un lado la cortina que todavía colgaba de su hombro. Aguamarina levantó el cuchillo y lo abanicó con sorprendente maestría.

—No se acerque. ¡No dé un paso más o…!

 Hizo un ademán para defenderse, pero Helio la detuvo apenas inició el movimiento, atrapándola por la muñeca con firmeza, estirando con brusquedad su brazo en el aire para dejarla inmóvil, acercándola más a él como si intentara abrazarla. Con la otra mano Helio la tomó por el hombro obligándola a moverse hacia él, provocando en ella un pequeño quejido mezcla de rabia, vergüenza y miedo. Helio no la miraba a los ojos, ni siquiera al rostro, con la cabeza inclinada parecía estar obsesionado por el escote de la muchacha. Aguamarina, avergonzada y asustada, juró en sus pensamientos no volver a usar jamás ninguna otra prenda que no la cubriera como mínimo hasta las orejas.

—Señor… ¡Señor!... ¡Señor, usted…! ¡Ah!

Aguamarina gritó y cerró los ojos, aterrada cuando el ladrón soltó su hombro y moviendo los dedos los acercó a su piel, brusco, rápido y ansioso, con el deseo de asaltarla violentamente, o eso creyó, esperando al borde de las lágrimas la peor de las vejaciones.

Pero no sintió nada, ninguna caricia prohibida, ninguna violencia que la hubiera lastimado más que una herida verdadera. Nada. Abrió un ojo, después el otro. Descubrió al hombre examinando la esmeralda, moviéndola de lado a lado, tirando de la cadena con tal brusquedad que la obligó a dar otro paso pegándose más a él. ¿Acaso ese ruin y degenerado hombre no se percataba aún de que la cadena seguía atada a su cuello?

Nada parecía distraer a Helio que, tirando de la cadena, alzaba la piedra delante de sus ojos intentando ponerla a contraluz. Volvió a jalar a Aguamarina, la sostuvo con más firmeza por la muñeca cuando la sintió forcejear para no permitir que se alejara ni que lo distrajera. Tanto la acercó que ella ya casi se encontraba pegada a su pecho, rozando con su pequeño cuerpo su camisa y el jubón de cuero endurecido. La princesa inclinó el rostro hacia un costado para evitarlo en un último intento por defender su honra, pero tras el miedo inicial que la había paralizado pudo apreciar un intenso aroma que emanaba de ese hombre y no le era desagradable, aunque sí único, o a lo menos original para ella que no había percibido algo así antes. Era el aroma del mar que lo impregnaba de poderosos matices, mezclándose con la fragancia a sudor y emociones violentas. ¡Eso era!, celebró al darse cuenta como si hubiera resuelto un misterio, el aroma de ese sujeto era el mismo aroma del océano. No el hedor de los puertos, sino otro aroma: libre, fresco, salado. Ese hombre olía al viento que ordenaba a las olas enristrar contra las rocas de la playa en una constante batalla de lo que era inamovible con lo que jamás podía parar de moverse.

Seducida por la fragancia olvidó el peligro y la comprometedora situación en la que se hallaba, más para una doncella que se debía hacer respetar y saber guardar las distancias de cualquier hombre. La intrigaba ese aroma, el mismo que le habían negado y que tanto amaba, el que tan solo semanas atrás disfrutaba perdiéndose en las playas por horas, lejos de todo bullicio de la corte, mirando hacia el horizonte. Era la fragancia de la libertad. Comprenderlo le provocó un escalofrío, y después un exquisito letargo al que se abandonó por completo, permitiéndose disfrutar del olor de esa piel extraña.

Helio, ignorante de las mareas que provocaba en el casto corazón de la princesa, apreciaba la pequeña esmeralda con obsesión. La giró entre los dedos y tiró de la cadena para ponerla a contraluz. Tanta era la ansiedad que tenía por examinar la esmeralda que soltó la muñeca de la princesa para luego rodearla por la cintura, atrayéndola hasta apegarla contra su cuerpo en un repentino abrazo. Aguamarina no reaccionó, la turbación ante la situación que estaba viviendo era tan grande que cerró los ojos y giró el rostro con vergüenza.

La esmeralda tenía la forma de un triángulo con las esquinas redondeadas, engarzada con alambres de plata finamente trenzados que formaban una red. Podían apreciarse en el centro de la gema pequeñas muescas doradas. Helio la rotó lentamente en sus dedos hasta conseguir alinear las marcas.

—Nehenehe tuua… —Helio detuvo los dedos cuando se completó la figura en el centro de la esmeralda—. Esta es.

Parecía ser una serie ordenada de líneas irregulares que formaban un párrafo de texto pequeñísimo, imposible de descifrar, siquiera de conseguir leer.

—¡Esta es!

Aguamarina reaccionó por el grito de Helio y avergonzada forcejeó para apartarse, pero el brazo de Helio se mantuvo firme alrededor de su cintura, reteniéndola.

—Señor, ¡señor!, ¿podría usted terminar con esta vergonzosa acción?

—¿Ah, con qué? —Helio bajó la mirada, recién notó el rostro de la princesa enrojecido y que él la estaba abrazando con demasiada fuerza. Soltó la joya y a la muchacha rápidamente—. ¡Lo lamento! No me había dado cuenta, ha sido un error, puedo jurarlo.

Aguamarina retrocedió, asustada y recelosa, pero a la vez más calmada de lo que ella misma hubiera esperado en tal situación, todavía confundida por el grato aroma que la había liberado por un instante de los olores a piedra fría y musgo húmedo que abundaban en ese lugar y le recordaban siempre su encierro. Rodeó la esmeralda con la mano y la presionó contra su pecho, desconfiada por la manera en que ese sujeto la miraba, y recordando la cuchilla la alzó por delante con práctica, amenazándolo.

—¡No se acerque!

—Pero ya me acerqué —aclaró el hombre con las manos en alto, acusando inocencia.

—¡Pues no se acerque de nuevo entonces, señor…! Señor…

—Helio, Helio de Darade a su servicio, mi doncella.En su alegría, Helio se mostró al instante cordial y realizó una exagerada reverencia—. Aventurero, historiador y recolector de artefactos innecesarios a tiempo completo.

—Helio… ¡El infame ladrón Helio de Darade!

—Así es, yo soy el… eh, ¿infame? —Helio alzó una ceja.

—El ladrón desalmado, capaz de robarle a las ancianas indefensas sus últimas posesiones.

—Pero… pero si jamás le he robado a una anciana —respondió Helio seguro de sí, para luego titubear, cruzando los brazos y alzando los ojos—, no que yo recuerde a lo menos.

—Demonio cruel, monstruo inhumano que secuestra niños por las noches para devorar sus corazones.

—Un momento, ¿no estarás confundiendo a un simple ladrón con una bruja del mar?… ¡Porque no somos lo mismo, no confundas las historias! ¿Y quién querría secuestrar niños, además? Se nota que no sabes lo que es tratar con esos nua naahaki, porque ellos sí que son unos auténticos monstruos.

—Usted es el sanguinario monstruo que repta en la oscuridad de la noche acosando la inocencia de los que duermen —continuó ella sin escucharlo.

—No soy un monstruo, ya te lo dije, no lo repitas —insistió el ladrón cansándose ya.

—Cuyos poderes sobrenaturales le permitieron ser el único que consiguió asaltar las arcas imperiales de mi padre.

—Oh, bien, eso sí lo hice. —Helio recobró el buen semblante—. Y fue sencillo en realidad… No, no, quizás no tanto. Sí, lo reconozco, hubo algunas dificultades que es mejor no confesar, ¡pero lo hice, y al final eso es lo que cuenta! ¿Y dices que sigo siendo el único que lo ha conseguido? Maravillosa noticia, al fin algo me sale bien en este día. Ah, por supuesto, y también cuenta el haber encontrado finalmente esa esmeralda.

De pronto el rostro de Helio se ensombreció.

—Un momento, niña, ¿dijiste padre? ¿Tu padre? Eso no puede ser, porque si el dueño de las arcas imperiales fuera tu padre entonces eso te convertiría en… Todavía no me has dicho tu nombre.

—¿Me pregunta a mí, señor?

—¿A quién más? No veo a ninguna otra doncella en este cuarto, haiine hea.

La princesa Aguamarina torció los labios, no necesitaba entender la extraña lengua de ese hombre para saberse ofendida. Ofuscada alzó el mentón con dignidad.

—Mi nombre, señor, es algo que no debería dar a un desconocido.

—No soy un desconocido, ¡si ya me presenté!, soy Helio de Darade, «el ladrón infame». —Repitió la reverencia con prisa—. Además, tengo entendido que en la corte de Berilo es de muy mala educación no presentarse ante alguien que ya lo ha hecho, pero no soy quién para enseñarte sobre protocolo, ¿o sí?

La doncella abrió la boca, luego la cerró y su rostro se tiñó de carmín mientras un furioso resplandor crecía en su mirada.

—Aguamarina de Berilo —respondió con la frente en alto, y su orgullo lastimado por culpa de ese truhan que la había regañado cuando se trataba de cortesía—. Segunda en sucesión al trono del imperio de Berilo, y futura gobernadora de Bahía Coralino… —Se detuvo dudando e inclinó el rostro con tristeza—. No, ya no.

—¿La princesa imperial?

—Exacto, usted ahora está enterado de la humillante situación en la que me encuentro.

—¿Aguamarina, la princesa sangrienta? —inquirió Helio.

—Yo… ¿qué?

—La cruel hija del tiránico emperador, que disfruta arrojando al mar a todas sus rivales de la corte.

—No, no, yo jamás podría…

—La misma que manda traer esclavas vírgenes, a las que sacrifica para darse baños de sangre que la mantengan siempre joven y hermosa.

Aguamarina se sintió espantada.

—¿Ba-baños de sangre?

—Y eso no es todo, se oyen muchos rumores de los pactos que haces con los demonios de los abismos del mar, incluso de cómo mandas secuestrar bebés para dárselos de ofrenda.

—No, ¡no! ¡Yo no hice cosas semejantes! Es mentira, una mentira, ¿pero es… realmente se dice eso de mi persona?

Aguamarina solo se percató de que todo se trataba de una burla cuando aquel hombre odioso lanzó una carcajada.

—Señor, ¿era una broma? —bramó indignada.

—Ah… ¿Verdad que es sencillo inventarse rumores sobre la gente? Pero no es igual de divertido tener que soportarlos cuando la víctima es uno. ¿Lo ve, lo comprende ahora, princesita? Espero que le sirva para ser más considerada en el futuro cuando se le ocurra andar difamando a honestos ladrones como este sincero servidor.

—Lo… lo siento, lo lamento mucho, señor Darade.

—Es de Darade.

—Lo siento, señor de Darade.

—No me gustan tantas formalidades al hablar, ni menos que la gente se dirija a mí por mi nombre familiar —repuso él—. Mejor Helio solo.

—¿Helio Solo? Creía que su apellido era Darade, o de Darade —dijo Aguamarina—. ¿Ahora resulta que su nombre familiar es Solo? ¿Es Solo o Darade entonces? Ya no entiendo nada, señor. ¿Es que debo llamarlo Helio Solo?

Aguamarina se mostró dubitativa, jugando con los dedos sobre la hoja del cuchillo, como si pensara seriamente en el asunto.

—¡Claro que no! ¿Me estás escuchando siquiera? Dije Helio solo de «Helio solamente». Ya sabes: «solamente», como simplemente, o únicamente, es un decir. O sea, quise decirlo al revés, «solo Helio», pero a veces confundo el orden de las palabras en la lengua imperial. Mi apellido es de Darade, no Solo. Además, ¿quién podría apellidarse Solo? Aha hea.

—Ah, ya comprendo, entonces no debo decirle Helio Solo, sino solo Helio.

—Exacto. —Helio suspiró agotado.

—Helio de Darade.

—Solo… solo Helio.

—De Darade —Aguamarina repitió la frase con el cuchillo entre los dedos actuando como una tímida alumna de la escuela imperial.

—¡Rivariva! Sí, ya lo tienes, pero no debes repetirlo siempre. Te estoy diciendo que me llames por mi nombre, princesita, solo… digo, únicamente por mi nombre, eso es todo.

—Oh, ya veo. —Aguamarina lo pensó otro momento mirando el piso antes de agregar con seguridad—. Pero me gustaba más Helio Solo, suena bonito.

—¡No es bonito! —replicó Helio crispando los dedos—. ¡Nua kina!, ¿me estás escuchando siquiera?

—Sí, ya lo comprendo, señor Helio solamente.

—Helio, nada más, sin apellido, sin adornos. ¡Helio es mi nombre!

—Oh, sí, es verdad, solo Helio suena mucho mejor que Helio Solo o Helio Acompañado. ¿Pero por qué no se llamó Acompañado, señor Solo? Siento que Solo es un apellido un poco triste, muy… solitario.

—Espera un momento, princesita… ¿te has estado burlando de mí todo este tiempo? —inquirió Helio entrecerrando los ojos.

—Bien merecido se lo tiene usted, señor —dijo Aguamarina dejando de lado su actuación de doncella ingenua, hablando con la autoridad de una heredera al trono—. Además, ¿por qué motivo tendría que disculparme ante un criminal?

—Por el océano, sí que me saliste con dientes, nuhi —replicó Helio—. Pues porque es lógico y es lo justo también. Me ofendiste, cuando no soy más que un honesto ladrón, dedicado y apasionado en lo que hace, y no merezco un trato tan vejatorio.

—¿Justo, dice el señor? —preguntó ella indignada—. ¿Y le parece justo robar?

—Robar, no —respondió Helio mirándola fijamente con sus ojos oscuros y soñadores llenos de furia, haciéndola dudar al comprender que ya no bromeaba—. Pero recuperar lo que otros me robaron primero ea, es justo.

Aguamarina jamás había bajado la mirada ante nadie, ni siquiera ante su padre el emperador. No obstante, no pudo con esos ojos oscuros y profundos que la hicieron temblar, haciéndola sentir muy insegura. Desvió la mirada y examinó el desastre en el que estaba convertida su alcoba, y pensó en lo ridícula que era toda esa situación. Aspiró profundamente y exhaló un largo suspiro. La rabia y el miedo iniciales habían pasado, incluso la diversión que por un fugaz momento pudo disfrutar con ese desconocido al que, sin saber si era prudente o no, ya no le temía. Se frotó los brazos, muy nerviosa al recordar que se encontraba apenas cubierta ante un hombre. Pero Helio no le prestaba atención a ella, lo descubrió igual de distraído examinando la alcoba. Seguramente buscaba una manera de escapar, lo supuso al notar la seriedad de sus gestos, el cómo abría y cerraba los dedos de la mano derecha, la inquietud con que esos ojos oscuros saltaban de un lugar a otro arrugando el entrecejo.

—Señor, usted no debería estar en la habitación de una doncella —dijo Aguamarina rompiendo el silencio.

—Tienes razón, no debería, pronto me buscarán aquí y pienso marcharme antes de que eso suceda, por mucho que me haya divertido el estar contigo —dijo Helio con tanta ligereza que provocó un pequeño sobresalto en el corazón de la princesa. Era la primera vez que ella también se había sentido liberada e incluso divertida en mucho tiempo—. Pero antes necesito que me des la esmeralda, poki hime… princesita.

—¿Esmeralda?, ¿qué esmeralda?

—Esa esmeralda, la que tienes colgando sobre tu escote.

—¿Mi esmeralda? —Aguamarina la rodeó con una mano de manera protectora.

—Será una cuestión de segundos —aclaró Helio con calma—, no habrá violencia ni amenazas. Si me la das voluntariamente podré marcharme y tú jamás volverás a saber de mí…

—¡No! —respondió Aguamarina con firmeza—. No le daré mi esmeralda.

Helio se pasó la mano por la cabeza despeinándose todavía más el cabello.

—Está bien, soy un ladrón razonable y sé que es una joya muy valiosa. ¿Pero no es acaso la princesa de Berilo una mujer de mucha fortuna y a la que no le importaría, en un acto de enorme generosidad para con los más necesitados, desprenderse de una insignificante pieza de bisutería?

—Jamás se la daré, es mía —sentenció Aguamarina rígida como una estatua.

—¿Por qué tanta porfía? —insistió Helio—. Es una pieza valiosa, ¿pero lo es como para poner en riesgo tu vida? —El semblante del ladrón se tornó amenazador—. ¿Olvidas con quién estás tratando, poki hime?

Helio de Darade dio un paso al frente y Aguamarina comprendió el peligro en el que se encontraba. Sola, sin escoltas, encerrada en una pequeña alcoba y con apenas un cuchillo para defenderse. Comprendió que ese rufián podría arrebatarle la esmeralda a la fuerza si quisiera, pero ella estaba decidida a luchar. Levantó el arma y separó un poco los pies corrigiendo su postura de esgrima, jamás había tenido un encuentro fuera de las prácticas con los tutores de palacio y comprendió la gran diferencia con esa situación: el miedo era real y no sabía qué esperar de un rival como Helio. Allí no había reglas, uniformes, protectores para el rostro o guantes recubiertos. Además, se enfrentaba nada menos que al legendario ladrón temido en todos los mares de Alta Tierra, y debía suponer que Helio era mucho más hábil y peligroso que cualquier rival al que pudiera haber enfrentado.

Aguamarina no se dejó engañar por el actuar descuidado de Helio, que al acercarse supuestamente desarmado y con las manos descubiertas le indicaba la confianza que debía tener en su propia destreza. Cada paso de ese hombre acercándosele aumentaba su miedo y sus piernas empezaban a temblar. Hizo acopio de toda su fuerza de voluntad para que no temblaran también sus manos, porque si su oponente percibía el miedo ya habría perdido el combate antes de dar el primer golpe. Atenta al más leve gesto de ese hombre retrocedió lentamente, deslizando los pies hasta que su talón topó con el borde del tocador, apretó los dientes, ya no tenía más espacio para escapar.

Helio se detuvo a menos de dos pasos de ella y los dedos de su mano derecha se cerraron formando un puño. Aguamarina sintió que su corazón se detenía junto con su respiración. Ese era el momento previo al primer embiste, el golpe que lo decidiría todo, el final amargo de su ya dolorosa tragedia.

—Tengo por aquí algo que podría interesarte —dijo Helio con una amplia sonrisa, poniendo los ojos en el techo y concentrado en hurgar en uno de sus bolsillos secretos.

Aguamarina se quedó perpleja, con el cuerpo tenso y sin bajar el arma. No esperaba que él quisiera parlamentar.

—¡Aquí está! —Helio dio un silbido de triunfo—. Mira, poki hime, ¿no es una preciosidad? Un auténtico collar creado con las famosas «perlas del atardecer eterno». Sí, incluso tú debes haber escuchado de ellas, las mismas que se dan únicamente en el Mar Ceniciento, y no más de un puñado cada cien años, lo que las hace casi imposibles de conseguir. ¿Habías visto algo tan esplendoroso? ¿Las conoces? ¡Óyeme, poki hime!, ¿me estás escuchando? ¿Qué me miras distraída? Presta atención al collar. Una vez en la vida si tienes suerte puedes ver una única perla de estas, ¿imaginas todo un collar hecho con ellas?

La princesa bajó el arma presa de una terrible confusión, y como respuesta solo atinó a negar con un movimiento de cabeza. ¿Qué estaba sucediendo?, realmente no comprendía la manera de actuar de ese hombre. Luego se fijó en el collar de perlas que él tan ufano le exhibía. Helio, consciente de que finalmente tenía la atención de la doncella, se acercó un poco más, con cuidado para no asustarla otra vez, y movió la mano haciendo que las perlas cambiaran de color. Aguamarina notó con asombro que la transformación de las perlas no se debía a un simple reflejo de la luz, sino que en su superficie aparecían pequeñas manchas que mutaban del negro a tonos más cálidos como los del atardecer por una mitad, mientras por la otra, que quedaba a la sombra, se teñían de manchas azules y violáceas como el anochecer.

La princesa, asombrada por ver algo tan maravilloso, bajó los brazos y dejó el cuchillo sobre la mesita del tocador.

—Son hermosas…

—Una sola de estas perlas podría pagar una fragata y durante cinco… no, diez años los sueldos de la tripulación. —Helio se acercó con cuidado a Aguamarina, notando cómo la doncella quedó embelesada por el cambio de color de las perlas. Moviendo la otra mano retiró con la punta de los dedos un mechón de la princesa sin que ella se diera cuenta de nada, acomodándoselo detrás de la oreja, y le susurró al oído—: ¿Imaginas entonces cuánto puede valer todo un collar de estas perlas? Aquí, en mis manos, tengo una pequeña isla con su mansión, o fortaleza si lo prefieres. Sirvientes, un ejército personal, una flota mercante, poder, seguridad, comodidad, una vida de completa libertad. ¿No crees que valga mucho más que una pequeña, fea e imperfecta esmeralda? ¿Te gustaría hacer un trato, poki hime?

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Aguamarina tras el cosquilleo que el aliento de Helio provocó en su oreja. Recién se percató de lo cerca que se encontraban y en su pudor no se atrevió a moverse ni a dejar de mirar las perlas para no encontrarse con los ojos de Helio. Pero la cercanía le produjo otra clase de sensaciones. Las ropas, la piel bronceada del viril cuello, el cabello corto peinado únicamente por el viento, todo en ese hombre estaba impregnado del aroma intenso y exquisito del océano, el aroma de la libertad más allá de las murallas blancas del conde, más allá de una vida de princesa llena de falsos privilegios en la que jamás fue dueña de su futuro.

El ladrón sonrió complacido, pero se equivocaba al creer que había capturado el interés de Aguamarina gracias al valor de las perlas. Lo que Aguamarina veía en las perlas era un mundo más grande que existía fuera de las paredes de ese cuarto, lleno de maravillas que no estaban en los libros en los que tantas veces trató de escapar de su prisión de oro.

Aguamarina cerró los ojos un largo momento en que aspiró profundamente degustando los aromas que impregnaban el cuerpo de Helio. Era como pararse a la orilla del mar y escuchar a las gaviotas graznar sobre las olas, casi podía sentir el calor del sol en su rostro. Sus piernas temblaron y su boca se llenó de saliva. Quería algo y no sabía exactamente qué. Se sintió nerviosa, con el corazón dando tumbos en su pecho. Abrió los ojos y los apartó de las perlas y su funesto poder hipnótico. Tenía miedo a las extrañas sensaciones que esa situación le provocaba.

—¿Estás bien, haiine? —preguntó Helio retrocediendo un poco el cuerpo al notarla silenciosa y con un gesto como de dolor.

La princesa parpadeó con prisa, como si quisiera contener la humedad que se estaba juntando en sus ojos.

—No me es posible comprenderlo, señor Helio de Darade.

—Solo Helio —susurró el ladrón y se acercó otra vez, acechándola con su sombra, obligándola a casi sentarse en el borde del tocador y apoyar las manos encima.

Helio tampoco estaba concentrado en las joyas como debería, y se aprovechó de la situación para dedicarse a estudiar el perfil de la doncella, tal como haría con cualquier otra piedra preciosa que se mostrara en una vitrina de cristal, tan lejos y a la vez tan cerca del alcance de sus dedos, desafiándolo a imaginar qué cantidad de trampas y cerraduras debía sortear para hacerse con ella. Si quisiera hacerse con ella en primer lugar.

—Señor Helio —dijo Aguamarina—, ¿me está ofreciendo un trato?

—Ea —respondió Helio rápido—. Sí.

—¿A mí, que me encuentro en una situación desventajosa? —Aguamarina alzó el rostro de manera repentina mirándolo a los ojos, obligándolo a retroceder—. ¿Por qué? ¿No se supone que siendo usted un pérfido y desalmado criminal, y yo una indefensa doncella sin escapatoria alguna, sería mucho más sencillo el que me despojara por la fuerza de mi esmeralda?

—¿Debería? —preguntó Helio.

—Pues es lo que sucede en estas situaciones —respondió Aguamarina.

—¿Así que te has encontrado con muchos otros ladrones? —Helio alzó una ceja.

—No, jamás, pero usted…

—Supongo que retiraré mi ofrecimiento y te la quitaré entonces, ya que no soy más que un «desalmado criminal», un «monstruo» y no sé qué más.

—¡Lo siento! Lo lamento mucho, no deseaba ofenderlo. —Aguamarina se llevó una mano a los labios—. Pero ya me disculpé por ello.

—No, no lo hiciste, poki hime.

Helio apoyó una mano en el tocador, inclinándose sobre Aguamarina, dedicándole una mirada predadora que la hizo temer. La princesa echó el cuerpo hacia atrás, poniendo los pies en punta, mientras ese hombre acercaba su rostro casi rozando el de ella. Todas las aprensiones que antes había olvidado regresaron como una punzada dolorosa, estaba sola en su alcoba con un peligroso criminal, y casi desnuda. ¡Su cuchillo! Todavía podía sentir la empuñadura entre sus dedos sobre el tocador, rozando el final de su espalda. Trató de moverlo.

Pero la mano de Helio estaba justo encima del cuchillo, aplastándolo con tanta fuerza contra la superficie que a Aguamarina le fue imposible moverlo por más que forcejeó una, dos y hasta tres veces, lanzando un quejido con su último esfuerzo. Al volver a alzar el rostro, Aguamarina se encontró de frente con los ojos de Helio, sus narices casi tocándose, los pequeños labios redondos de la princesa entreabiertos, los de Helio cerrados formando una sonrisa que le provocó a la doncella más resquemor.

Helio lanzó una risotada y se encogió de hombros. Solo cuando Aguamarina comprendió que todo se había tratado de otra macabra broma, y su gesto cambió, es que el ladrón se atrevió a retroceder primero a una distancia prudente los pies antes de animarse a soltar el cuchillo. Y tenía razón, pues Aguamarina no dudó en levantarlo empuñándolo, tan rápido que si Helio no hubiera dado un paso atrás podría haberlo alcanzado con la punta.

—¡Aeha! ¡Ten más cuidado con eso, haiine! —exclamó Helio con muy mal fingida seriedad, pues parecía a punto de reír otra vez. Alzó las manos con el collar de perlas colgando de un de los dedos—. Calma, que no te haré nada. No me tengas miedo.

—No tengo miedo, señor —respondió Aguamarina con el cuchillo en alto.

—Se nota —dijo Helio dudando—, y es por eso que quiero solucionar este asunto de una forma beneficiosa para los dos, porque si intentara quitarte tu preciosa dote comenzarías a gritar llamando a los guardias, como normalmente hacen las doncellas asustadas.

—Y yo le repito, señor, que no tengo miedo —insistió Aguamarina. Apenas Helio movió un pie la princesa agitó el cuchillo manteniéndolo a raya—. En absoluto.

—Lo que tú digas —dijo Helio—. Pero no lo hago únicamente por mí, sino también por ti.

—¿Por mí? —Aguamarina bajó el cuchillo, pero lo volvió a alzar apenas Helio hizo otro movimiento—. ¡Quédese quieto!

—Ye te dije que no voy a hacerte nada. Ni que me gustaran las nua haiine, ¡no estoy para ser el niñero de nadie! ¿Puedo respirar?

—No.

—¿Estás enojada?

—De ninguna manera, señor.

—Era una broma.

—Y me pareció de lo más divertida, señor.

—Murua —se disculpó Helio.

—¿Qué dijo?

—Perdón —susurró Helio—, murua significa perdón, solo me estoy disculpando contigo. —Aspiró con fuerza antes de continuar—. Reconozco que a veces se me pasa un poco la mano, no quería… eh… asustarte.

—No estaba asustada —dijo Aguamarina siguiendo cada movimiento de la cabeza de Helio con la punta del cuchillo—, señor.

—Como sea, le recuerdo, poki hime, que se encuentra en una situación bastante comprometedora como para hacerla aún peor. ¿No cree que sería malo para su reputación que la noche anterior a la gran boda fuera descubierta en su alcoba, cubriendo su cuerpo con menos género que un tapete, junto a un hombre? No, no, no se me antoja meterme en más problemas como para además querer ser colgado por un conde celoso que se cree engañado. Ya bastante mala reputación tengo con eso de que le robo el pan a las ancianas sin dientes y me como a los niños odiosos y malcriados como para agregar a la lista que violento a princesas indefensas que ni siquiera saben cómo usar un arma.

—Para que usted se entere, señor, recibí la más notable formación en las bases de la esgrima imperial —indicó Aguamarina.

—Te creo.

—No, usted no me está escuchando, señor.

—¡Ea, dije que te creo! Qué orgullo tienes. ¿Ahora qué?, ¿dirán también que me bato a duelo con una haiine?

—¿Hani… qué? ¿Qué significa eso que no ha dejado de repetirme? ¿Un insulto?

—Haiine —repitió Helio exagerando la elocuencia y lentitud de sus palabras—. Niñita, pequeña, bebé, inmadura, infantil, taimada… deja que ya pienso en otros sinónimos aptos para una poki hime malcriada. Ah, y antes de que lo preguntes, poki hime significa princesita.

—¡Señor…! —Aguamarina cerró la boca de golpe. No podía seguir discutiendo con ese hombre tan necio toda la noche. Respiró profundamente y relajó la tensión de los brazos—. Como sea, señor, no deja usted de tener un poco de razón en este asunto. Le ruego pueda perdonarme por haberlo ofendido con base en rumores sin fundamento.

Helio la miró fijamente y juntó los labios.

—Oh, bien, esto es extraño —sacudió la cabeza—. No es que me lo tome a mal, pero es la primera vez que recuerdo que alguien se disculpa conmigo. Ni siquiera Cromo o el resto de la tripulación lo hacen a pesar de que la mayor parte del tiempo tengo la razón —dijo para sí.

Tras pensarlo un momento, Helio se encogió de hombros y volvió su atención a la doncella.

—Quizás también deba disculparme —agregó el ladrón—, pues no pareces ser ni la mitad de frívola o presumida que las otras nua haiine de la corte. Eres un poco orgullosa, pero eso es un pecado común de todas las clases sociales, si me comprendes.

La princesa sonrió. Toda la situación le pareció ridícula e increíble por partes iguales. ¿Un famoso ladrón que en lugar de usar la fuerza ofrecía en cambio un trato muy beneficioso para ella? Ese hombre era muy extraño, había conseguido sorprenderla constantemente al punto de hacerla olvidar su tristeza.

Helio se ilusionó al verla bajar las defensas.

—¿Entonces aceptas el trato?

La princesa se quedó observándolo, ya no le temía, por el contrario, sintió incluso lástima por Helio y su empeño. Si la situación fuera diferente estaría gustosa de aceptar solo para complacerlo, pero no podía.

—Lamento mucho tener que decepcionarlo, señor…

—¡No seas terca, esa esmeralda no vale ni una de las perlas de este collar!

—Señor Helio —dijo Aguamarina, con calma a pesar del exabrupto del ladrón—, debe entender que el corazón de las personas no asigna valor a las cosas según su peso en oro.

Helio se quedó mudo un momento. Luego reaccionó lanzando una maldición en su lengua antes de responder.

—Ah, ea, muy lindo, ahora te haces la sabelotodo. Dime la verdad, poki hime, ¿por qué no aceptas? —insistió cansado—. Con gusto aceptaría una taza de té y un buñuelo con crema, más con tan agradable compañía. —Sus ojos repasaron rápidos y con disimulo la figura de la doncella cubierta apenas por el fino camisón. Luego apartó la mirada antes de que ella se percatara de su indiscreción—. Pero en estos momentos me encuentro con prisa. ¿Aceptarías de una buena vez las perlas para poder marcharme?

—No —respondió tajante Aguamarina—. Realmente siento no poder ayudarlo más, pero es mi respuesta definitiva.

—¡Deja de ser tan hea! —exclamó Helio fastidiado.

—¿Hea?... Eso sí que me sonó ofensivo, señor —reclamó indignada Aguamarina. En su enojo levantó el cuchillo poniéndolo otra vez entre los dos.

—¡Baja esa arma, poki hime! Lo siento, no quise decir que fueras una hea, bueno, sí quizás tahi iti-iti hea, pero nunca tahi nui hea. ¿Puedes calmarte un poco y lo hablamos como ciudadanos civilizados de tu pomposo imperio?

—No —respondió Aguamarina sin pestañear.

—Tengo una mejor oferta…

—No —lo interrumpió la princesa con un tono de voz frío, incluso aterrador.

—Eh… ¿Ni siquiera vas a escucharme?

Aguamarina desvió los ojos hacia un lado, lo pensó apenas un momento y lo encaró otra vez.

—No.

Helio empuñó las manos y las apretó hasta que le dolieron. Iba a insistir cuando fuertes golpes estremecieron la pesada puerta de madera con refuerzos metálicos. Escucharon la potente voz de Hematito de Cinnabar que dio órdenes de derribarla, seguido por los gritos de espanto de la señorita Drusa y las súplicas sofocadas del conde para que se detuviera.

—Por eso te decía que tenía prisa —reclamó Helio.

Aguamarina sostuvo el cuchillo contra su pecho, asustada.

*


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